Antioquia, Siria
por Luis Luna Matiz
Viajamos a Siria con Pedro, mi hijo de dos años y medio entonces, y Natalia, mi esposa, en el año 2005. Siria fue el gran secreto que Celia Caturelli me confió después de compartir con ella un seminario de Artes Plásticas en Dusseldorf. Tanto ella como yo, admiradores de la cultura árabe y del Medio Oriente, terminábamos siempre haciendo alusión en conversaciones, directa o indirectamente, a esta región privilegiada del mundo. Después de unos días en Alepo, salimos de Damasco en dirección a Antioquia, donde se encuentra el Crac de Chevalier, y el famoso sitio y Basílica de Simeón, con la supuesta piedra donde se subía a meditar. Sabía que quería hacerle un homenaje, un ritual, decirle que había llegado allá así ya no estuviera, y no sabía cómo. La primavera estaba comenzando y los ríos, como en las canciones de Alonso Mudarra, eran claros y frescos. Pensé en recoger flores y regarlas por el templo… Cuando paramos en una tienda para comprar bebidas, encontré un racimo de ajos, la piel del color del pergamino, color marfil como la piedra que rodeaba ese lugar; y no pude menos que llevarme más de esos racimos para acompañarme en mi peregrinación.
Llegamos al sitio en medio de esa luz inconfundible de la zona, esa misma luz que con frecuencia encuentro en Villa de Leyva, mi sitio en el mundo. Allí subí la cuesta que me dirigía a las ruinas de un templo abandonado que data de la época bizantina….El sitio mantiene los ejes perfectos de lo que debió ser una bellísima Basílica. Y con los montes del Líbano al fondo, enmarcado por un arco que debía sostener una cúpula, encontré la piedra blanca como un huevo inmenso colocada sobre un pedestal. Me parecía que todo era mezcla de ese espíritu de Simeón, loco, transgresor, místico, cambiante. El racimo de ajo sagrado por su historia, desenvainándose de sus hojas secas, delicioso y terrenal, semejaba esa piedra de Simeón. Y los pétalos de flores silvestres, en círculos, fueron el homenaje que le hice a ese loco del desierto.