Dos inéditos de la serie Álbum
por Lila Zemborain
de Las postales de Hitler, (2004-2007), volumen uno
De Bolaño supiste hace dos veranos en Buenos Aires, invierno de aquí. Sandro Barella de la librería Norte te recomendó Llamadas telefónicas, junto con una pila de libros bastante abultada sobre Hitler, el nazismo en general, tema que estás investigando hace un tiempo, dado que tu abuela fue simpatizante nazi durante los años 30. Cuando descubriste que en muchos de los libros de la biblioteca de tu abuela hay una svástika dibujada a lápiz por ella, se desencadenó el deseo, o la responsabilidad, de empezar a investigar sobre ese pasado familiar. Sandro te habló de Llamadas telefónicas, sin decirte que Bolaño había escrito un libro sobre la literatura nazi en América, tal vez lo sabría pero no lo recordaba en el momento, y te sugirió que leyeras también Los detectives salvajes. Cuando viste el tamaño del libro le dijiste que eso no era para vos, que no estabas para leer libros tan largos, y te llevaste los cuentos a Monte. Feliz coincidencia que Lina Meruane en un restaurante japonés de University Place, se encargara de ampliar, unos meses después, la información, con ese otro libro de Bolaño La literatura nazi en América, del cual sale la novela Estrella distante. Como estabas enfrascada en todo tipo de novelas nazis, La literatura nazi en América te vino de perillas y Estrella distante te catapultó directamente a la época de la dictadura. Pero, ¿cómo entrar en esa dimensión y resumir o narrar esos eventos, sin tener la capacidad narrativa, sin saber cómo enfrentarla desde la fragmentariedad de la poesía? La narración es un género al que no te animás. Te parece demasiado largo sumirse en esa temporalidad, en ese aclimatación de la mano a la acción. Si lo intentaras todo quedaría como un híbrido descentrado, de alguna manera incomprensible, ya que hay tanto que contar. Y en tal caso ¿todo debe ser autobiográfico o vagamente alterado como lo implica Bolaño en su escritura? Este año, finalmente en Norte, cuando fuiste a Buenos Aires, te compraste Detectives salvajes y la idea era leerlo durante el verano, cosa que hiciste, o que estás haciendo porque te falta todavía terminarlo. Y aquí estás ahora imitando el estilo de Bolaño, pensando en su forma de narrar, contándole la historia ¿a quién? ¿al propio Bolaño, a Belano, de quien se habla en todo el libro, que murió de pancreatitis (creo) en el 2003? ¿Quién hace las preguntas en la novela? ¿A quién le cuentan la historia? ¿Quién está tratando de reconstruir el destino de Arturo Belano y de Ulises Lima cuando salen a la búsqueda de Cesárea Tinajero en el desierto de Sonora? Nada se sabe todavía del destino de Cesárea, pero sí sabemos mucho, sin saber, del destino de los creadores del real visceralismo, de la generación de los poetas nacidos en los cincuenta, generación en la que te reconocés. Historias contadas desde la primera persona, que entremezcladas con el recorrido de Belano y Lima, reproducen la historia de toda una generación a lo largo de 20 años, desde que empiezan a escribir hasta el reconocimiento, el fracaso, la muerte o el abandono de una idea de la vida y la literatura, que van unidos, ya que más que hablar de la obra de estos poetas, se habla del deambular por América y Europa, mientras nos enteramos de las corrientes literarias, los amores, las persecuciones políticas, los problemas de salud de toda una generación de ambulantes que no parecen encontrar una dirección en el amor. Y es que entre una cosa y otra, es el amor que los mueve a tomar las decisiones fundamentales, a dónde irme, te voy a buscar, me dejó, está con otro. Pero todo esto lo vamos conociendo de a poco, en cuenta gotas, en decenas de voces (tendrías que contarlas). Y eso es lo importante. Voces reconocibles, que pudieran ser de un amigo o de una amiga o un escritor o la tuya propia. Y eso es lo que te gustaría lograr, ese sentido de que esas voces, esas vidas, esas historias pudieron haber sido vidas con las que soñaste en algún momento a los 20 años, vidas que te fueron llevando a lo que sos ahora. Pero es tanto más amplia esta comunidad de voces que contar una historia personal, la tuya, la de tu abuela. ¿Cómo darle esta dimensión en la que una generación se pueda reconocer?
de Cédula de identidad o El laberinto de Chartres, (2008), volumen dos
Desde que empecé en el 2004 esta investigación sobre mi abuela han empezado también las palpitaciones, muchas en Monte, en su cuarto, pero la primera vez fue en Seclantás en el Norte, cuando viajé con mi hijo a Salta, después de cantidades de comida y altura y alcohol. Pero ahora, siento a veces una aceleración que no sé si es algo físico o miedo que al irme a dormir me den palpitaciones. Aunque sé que se me pasan después de un rato, lo que es molesto es el estado anterior y es por eso que estoy tomando té de manzanilla. Hace un par de años me hice los test del corazón y me salieron bien, el cardiólogo me recomendó que hiciera ejercicio. Cuando no lo hago avanza el miedo, con lo cual gozar de la vida, cero.
Las cuestiones que me estoy planteando ahora son cambios epistemológicos, si esa es la palabra, haciéndome las preguntas básicas, para ver en qué creo y en qué no creo realmente, cosa de que la vida no siga siendo una farsa y yo no me siga sintiendo que soy un fraude, que voy para cualquier lado, que dar la cara me asusta. ¿Y esto a costa de qué? De enfrentar el mito creado alrededor de mi abuela, del mito que yo misma he creado o que ella misma creó, y que ahora se nos viene abajo, o se me viene abajo a mí, porque enfrentarme a mi abuela a través del nazismo, es poner en juego a toda la familia.
Pero más que eso, ¿qué es? ¿Por qué ha sido necesario este proceso de sublevación a las leyes familiares, desenmascarar lo correcto, lo que debe ser, y que sin embargo aparece como una mentira que a mí misma me hice? Creer o no creer es creerlo todo o no creer en nada, es el desconocimiento de un saber que se representa en las palpitaciones como un corte, como esperpento endemoniado de reflejos que en definitiva no son más que la cara extenuada por los humos del haschish.
Enfrentar a los 21 años la propia cara endemoniada, -“vi al demonio, vi al demonio”-, caminar por el barco enloquecidamente a las cuatro de la mañana, una especie de hotel monumental a lo The Shinning, en el que viajo con mi abuela.
Pero esa cara demoníaca es, en el propio reflejo, una cara de hombre que sonríe con maldad. Y en ese espacio flotante de lujo y rebeldía me encamino por salones enormes llenos de sillones rojos o verdes vacíos, bares vacíos, salones de juegos, pasillos con numeraciones insoportables, escaleras imprecisas, hasta que encuentro el camarote donde duermen mis hermanas.
“Vi al demonio, vi al demonio”, me late el corazón, y me quedo a dormir con ellas, en ese camarote de camas de dos pisos. Y mi abuela, Granmamá, mi enemiga, yo su nieta, su enemiga, recela, detesta, detesta. Cuerpos impensados, mi abuela rezando el rosario en su cama para que aparezcan las alhajas que ha perdido, mi abuela rezando y yo riéndome de ella, sus ojos celestes rodeados de un aro amarillento, ojos enormes, temerosos, tienen miedo también, miedo de morir, miedo del resentimiento que se teje entre nosotras, entre sus ojos celestes y mis ojos verdes desviados por la vida y el hashish.
Qué me importa a mí de ella, sin embargo, de algún modo la cuido, pero soy despiadada, la miro sin compasión, no le tengo pena, es así, hay un odio en ella, hay un odio en mí, imposible perderlo de vista, la vista en sus manos, sus uñas nacaradas, ya amarillentas por el descuido, me pide láudano, ¡láudano!, y yo pienso en Baudelaire y en Las flores del mal, la droga que todo lo altera y simplifica, que todo lo resuelve, láudano o pastillas.
Pero yo estoy en otro lado, entre el desespero y el hashish que todavía me queda, que he llevado desde España, que ha volado desde Madrid a Lisboa, que ha pasado las fronteras sin cuestión, impune, me siento todopoderosa, que nadie puede tocarme, me siento así de desesperada también, probando, intentando lo que no sé, buscando lo que no encuentro.
Ah dolor, ah el cuarto del Ritz, ese vértigo que me chupa hacia arriba, como si nada fuera sólido, como si el planeta hubiera enloquecido y la cama no tuviera soporte alguno. Mi abuela durmiendo en el cuarto de al lado y yo atravesando la peor de las atmósferas, la luz roja del aire acondicionado siendo un vórtice que me lleva hacia el lugar infinito del mal, esa luz es el mal, la luz roja y el mal enfrente mío, que me absorbe, me chupa, ojo rojo del demonio que me anima y me acomete y me separa de la compasión, despiadada compasión de ver a mi abuela como un animal aterrorizado, con sus ojos azules, un animal a quien se puede eliminar, la nuda vida, al decir de Agamben.
Una vieja al borde de la muerte, y yo mirándola como se mira una canilla metálica de hospital, como si nada fuera, como si en ella se concentrara toda la impiedad que me supera cuando miro las manos de los otros. Y de eso se reviste mi odio o mi amor o mi asco o mi entumecimiento, manos de pacotilla, manos indecentes, manos que quisiera cortar, como siento a veces que mi cabeza se corta. La mirada no humana, la mirada que al otro destruye con un solo gesto, la mirada de dios, la mirada del verdugo, la mirada del que a sí mismo se detesta, la mirada que todo lo atraviesa, como los rayos equis, donde sólo se ven los huesos o la calavera, o lo más asqueroso, lo que huele, lo que hiede, lo que sencillamente se mira con algo mucho mayor que el desprecio o el odio, que por lo menos son emociones. Es la mirada sin emoción, la mirada del que ve al otro como una argamasa de carne y huesos, como un esqueleto, como una estatua, como algo que ni siquiera importa, el momento en que la víctima revierte la situación y se transforma en asesina, el momento impensable en que se siente todo lo que no se debe sentir, fuera de toda bondad, fuera de toda malicia, el lugar en el que herir literalmente al otro o matarlo se mira con indiferencia.
¿Es ese el miedo mayor? ¿Es ese el resplandor de la palpitación? ¿Es ese el pánico a morir? ¿Matar o morir? ¿Matarse o morir? Matar la nuda vida, la vida desnuda, desprovista de lo humano, mirar la nuda vida y no sentir nada, sinceramente no sentir, como si estuviera ya del otro lado, como si ya estuviera muerta, como una cucaracha que cruje y se revienta bajo los propios pies.
Estaba tan cansada de la bondad. Estaba tan cansada de ser buena. Estos bostezos sólo señalan el gran alivio que a las palpitaciones deshace. Únicamente en la imaginación mirar al otro con esta impiedad soberana, como si el otro (y uno mismo) no fuera más que un bicho al que se puede aplastar. Así he mirado yo a mi abuela y por eso ella me temía.
A mayor santidad, mayor conciencia del mal.
Creo que nunca más en mi vida miré a alguien de esa forma, salvo cuando el propio sadismo me acomete, pero eso es inconfesable, por ahora. Existe, sí, eso existe y tanto vos como yo lo tenemos, a pesar de todos los esfuerzos que hacemos para ocultarlo. En cada uno de nosotros hay un soberano en potencia que mira al otro sin ninguna compasión. Y la única manera de entenderlo es reconocerlo y, sin remordimientos, enfrentarse al demonio tecnológico del mal.
Creo que al hacerme el aborto, también vi al embrión como nuda vida, una vida sin atributos que se podía eliminar. La realidad es que lo vi así en su momento y después se fue sumando lo otro. Una vida potencial que hay que sacarse de encima o de adentro. Así lo vi y eso es lo que hay que deslindar. Que esta es la palabra que estaba buscando hace algunos días, deslindar, delimitar. Pero más que límite es un punto de encuentro en donde dos terrenos se tocan, son linderos. En realidad, tiene también que ver con discriminar, distender, sé que termina en –ar, pero no es desarmar. Es una palabra más larga, tipo deteriorar, creo que tiene cinco sílabas y una ele. La tengo, como se dice, en la punta de la lengua.