Estaciones - Zancada
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Estaciones

por Sergio Delgado
(Febrero 2015, octubre 2020)

 

JULIE

El bar, sobre la plaza, frente al teatro, conserva en su frontispicio la inscripción “Morel e hijos”. Es difícil conocer, a ciencia cierta, el estado actual de esa línea de sangre, pero, a simple vista, es más lo que permanece que lo que pasa. El establecimiento conserva un aire antiguo, con este estilo fronterizo –entre Francia y Flandes, entre el XIX y el XX– que caracteriza a tantos edificios de la ciudad, y sus boiseries de roble, sus mesas de mármol y su mostrador de estaño plateado, resplandecen en una rara gracia original restaurada. La incorporación, en algunos rincones, de misteriosos maniquíes desnudos, vestidos con sombreros, pelucas y chales, es perturbadora. Emblemas sin duda del prejuicio local respecto a la improbable impudicia de aquella belle époque provinciana, observan provocadores a los clientes con sus ojos color azul pintado.

Julie se integra al decorado paseándose entre las mesas. Se aburría con sus padres, que ni siquiera notaban su distancia, ocupados y sobre todos obsedidos por la presencia excluyente del hermanito más pequeño, de tres o cuatro meses, que no deja de llorar, y salió a dar vueltas para pasar el tiempo. Debe tener en este momento 10 años. Pero está vestida de señorita, atuendo en cierto modo anacrónico que ella porta con esa negligencia despreocupada y casi misteriosa de su edad. Esa edad, esa agradable meseta –probablemente ella no lo sabe– de rara madurez en la que el niño se demora, como en un descanso, antes de sumirse en el torbellino irreversible de la adolescencia.

Sábado de tardecita. La familia había seguramente deambulado por el centro desde la mañana, quizás asistido a un espectáculo en el teatro, y a esta altura de la tarde el arreglo de la niña había perdido su lustre. Las elegantes botitas de cuero sucias de barro, las medias corridas en varios puntos, el vestido en grácil desaliño y los cabellos, peinados pacientemente al salir, ahora enmarañados sin remedio… Todo en ella había perdido, a lo largo del día, su frescura inicial. Pero esto no parecía molestar a la niña que, al pasar frente a un espejo, se detuvo un momento a contemplarse, intentando acomodar sus cabellos imposibles, y se sonrió con simpatía.

Julie atraviesa entonces el salón, paseando entre las mesas y observando, con soberana displicencia y, si se quiere, con descaro, a las personas que colman el bar. Hay una rara satisfacción en su mirada, difícil de descifrar, que se posó unos segundos sobre mí, me atravesó, y me dejó enseguida de lado como un juguete roto. Miraba a los mozos y los clientes con esa inefable distancia, con una ternura ingenua pero arrolladora, más infantil que adolescente. Algunos le sonreían, sorprendidos e incómodos por su irrupción, dispuestos al parecer a recibirla a su lado si lo solicitaba, pero Julie, inalcanzable, continuaba pasando y pasando entre las mesas. No existía para ella en ese momento, ni en el bar ni en el mundo, un lugar estable. No parecía tampoco necesitarlo. Disfrutaba descubriendo el inmenso ámbito de la soledad social, en el que, con felicidad, hacía sus primeros pasos.

Lille, febrero 2015


 

LAS SOMBRAS

Cuando vi en el museo de Bellas Artes de Lille, un domingo por la tarde, el cuadro de Goya en cuyo centro una maja lee la carta o más bien la esquela de algún amante o cliente (según como se la considere: nosotros de todos modos sólo percibimos el dorso de lo escrito), con una sonrisa un tanto despectiva entre los labios, lo primero que pensé no estuvo en relación con la frívola muchacha, ni con el perrito a sus pies que trata de llamar su atención, desviándola de la lectura, personajes (la joven y su perrito) que se encuentran doblemente en primer plano (por su situación en la composición y por el pincel del artista dedicándoles su trazo más puntilloso), lo primero que pensé o vi fue más bien el “pueblo” que se encuentra detrás, comenzando por la sirvienta que al lado de la maja extiende en ese momento una sombrilla para protegerla del sol y continuando más atrás con las lavanderas que trabajan en la orilla del río Manzanares fregando la ropa y colgándola a secar. Sus rostros ensombrecidos o más bien asombrados, en el sentido de fuera de sí, desprovistos de sus rasgos, sin sonrisas ni cansancio, sin tristeza ni alegría, dominados más bien por una suerte de perenne resignación, sirven de telón de fondo a la presencia de la maja, a su arreglo (incluso el perrito forma parte de ese atuendo) y en particular a su ambigua sonrisa. Esa sonrisa, máscara de quien se sabe observado e interpreta en consecuencia un personaje, nos arroja a todos fuera del mundo. Unos segundos después es probable que la maja sea absorbida por la sombra de la sombrilla, extendida para proteger su piel delicada, que todavía resplandece bajo la luz del sol. Ahora, precisamente, en este momento, esta tarde de domingo, el cuadro se me presenta como una magnífica representación del espectáculo anónimo de la masa de gente que cruzamos a diario en la ciudad, con la que nos codeamos en el metro, que mendiga a nuestros pies, cuyas manos nos sirven en un bar; en definitiva: un retrato de nuestros ojos, de nuestra atención concentrada en frivolidades y perdiéndonos siempre lo esencial.

Febrero 2015


 

EL SUEÑO DE LA BELLEZA

Esta estatua de la belleza dormida me produjo en Lille, donde la contemplé en directo por primera vez, y luego en París, en el Louvre, cuando por así decir la revisité, una agradable, inquietante y sobre todo intensa perturbación. Tan agradable, tan inquietante y tan intensa que ahora que me dispongo a transcribirla todavía la siento erizar, si se quiere, mi piel más profunda. Es una interpretación espacial del mito de Hermafrodita, ese ser que conjuga, en sí, la masculinidad y la feminidad divinas.

Copia del Louvre

La estatua, recostada sobre un confortable colchón tallado en frío mármol –que me transmite todavía, en el momento en que escribo estas líneas, en el tren que me lleva de vuelta a París, en la pantalla de la tableta, una extraña idea de apoltronamiento–, la cabeza dormida apoyada sobre el antebrazo derecho, tiene evidentes rasgos femeninos, en su rostro, su espalda, sus caderas, sus nalgas, sus muslos, sus pies. Duerme profunda, apaciblemente, y cada músculo, cada nervio, cada tendón distendido bajo la tersa y suave piel tallada en mármol, sobre todo los que producen el gesto dulce de su rostro dulce, dan cuenta, a pesar de su perfecta armonía, de la precariedad de ese sueño sorprendido por nuestra mirada indiscreta. Anatomía del voyeur que quisiera ver sin ser visto, acariciar sin ser sentido, dominar sin resistencia, que la estatua inmóvil en su atenta pasividad astutamente revela en cada uno de nosotros.

La obra fue descubierta en Roma, cerca de las termas de Diocleciano. Mármol griego del siglo II después de J.C., es, al parecer, una copia romana de un original griego atribuido a Polycles (aproximadamente del año 150 antes de J.C), hoy inhallable. Fue comprada por el cardenal Borgia hacia 1619, que encargó a un joven Bernini esculpir, también en mármol, ese colchón sobre el que reposa la durmiente. François Milhomme, escultor francés que residió durante siete años en Italia, en la Villa Médici, hizo por su parte, en 1807 –el año en que Napoléon compró la estatua “original”, junto con toda la colección Borgia, para el museo del Louvre– la copia de la copia que actualmente se encuentra en Lille.

Es indudable que esta otra fugacidad de la forma (la copia de la copia de la copia) se integra ahora al frágil sueño de la belleza dormida. Quien se encuentra en este lado del desvelo, observando el descanso del magnífico ser recostado plácida y seductoramente, tiene siempre esa misma sensación, contradictoria, de cercanía y distancia.

Belleza dormida. ¿Pero qué significa, entonces, ese leve movimiento del pie izquierdo, ligeramente levantado?… Quizás, inerte, se apoya sobre la pierna derecha, desvanecido de cansancio… Quizás, en leve somnolencia, en la frontera entre sueño y vigilia, la Belleza está pronta a girar para ponerse en movimiento y huir. ¿Quién puede saberlo?

Copia que se encuentra en Lille

Del otro lado, semi-oculto por el cuerpo, vuelto casi, según el movimiento de piernas y muslos, hacia la parte posterior de la obra, que guarda ese secreto, el sexo masculino al mismo tiempo se muestra y se preserva. Un sexo como de adolescente, esculpido de manera realista y no como suelen hacer los artistas clásicos, o sus censores, mostrando más bien una metáfora inocente de bulto, con la indicación apenas de un pene más bien infantil. Un sexo oculto, que se muestra con pudor pero sin vergüenza, con cierto orgullo también, revelándose indiscreto, en la ingenuidad del durmiente, sin dejarnos en claro la diferencia entre exterior e interior, desnudez y castidad.

Febrero 2015


 

BOTELLA AL MAR

El domingo, volviendo en tren de Lille a París, a media mañana, exactamente a las 19:36, recibí este SMS en mi teléfono: “Bonsoir, est-ce que Auriane est avec vous? J’ai nettoyé ma voiture et j’ai trouvé une écharpe à elle”.

Se trataba indudablemente de un error y enseguida envié un mensaje de advertencia a su remitente, esa persona desconocida que debía encontrarse detrás del número y en consecuencia del aparato con el cual se envió el texto, pero no tuve respuesta. ¿Se trataba efectivamente de un error?, me dije de pronto. Las preguntas perduraron como la bruma sobre los campos del regreso en la tarde de domingo invernal. ¿O sería acaso un mensaje cifrado, como los de las películas románticas o de espías? Al fin y al cabo, todo mensaje perdido, que busca pero no encuentra su destinatario, entraña siempre un código secreto, en todo caso ajeno a nuestra capacidad de comprensión o decisión. Como la carta que en una botella se arroja a la mar, irremediablemente anacrónica, algo quiere decir pero no lo dirá jamás. Su receptor, si acaso alguien la encuentra, nunca será su destinatario.

Me llama la atención el nombre Auriane, que es bastante raro en Francia. Hago un rápido rastreo por internet y me entero de que, si bien proviene del latín, de Auriana y a su vez de aurum que significa oro, aparece en Francia en el siglo XIX y adquiere una módica popularidad hacia fines del siglo XX, más precisamente a mediados de la década del 80, gracias a una deportista que tuvo un romance muy fotografiado con un animador de televisión. Es probable que la dorada muchacha haya nacido en esos años. Si es el caso, lamentablemente para ella, ahora porta un nombre, si se quiere, extraño, antiguo, en desuso, que en todo caso aparece y desaparece en pequeñas oleadas caprichosas. ¿Qué tomará de ese nombre su personalidad?

Las preguntas siguieron avanzando, como el tren mismo hacia la gran ciudad. ¿Quién era esa Auriane y dónde se encontraba en el momento del mensaje? ¿Cuál era la edad de esa niña de oro, joven o mujer, tan distraída como inocente? ¿Qué relación mantiene con ese automovilista atento que podía llegar a reconocer su écharpe? ¿Qué relación con el destinatario del mensaje? Si alguien encontrara el código de este criptograma, resolvería, siquiera en parte, el misterio de una vida. Tantas vidas al mismo tiempo próximas y lejanas.

Febrero 2015


 

ANNE

Sentada en un bar de la costanera de Larmor Plage, más precisamente en Port Maria, un sentimiento de angustia, que llega y retrocede como la ola sobre la playa desierta, la cubre y descubre sin pausa. La cubre, como venido desde afuera pero alcanzándola muy dentro, y enseguida la abandona. Hacía mucho tiempo que no visitaba este lugar tan suyo, que no se sentaba en este bar sobre la playa, la mirada perdida en el horizonte, contemplando ese punto maravilloso en el que la rada se abre a mar abierto. Aquí el paisaje de arena, agua y cielo atesora, como el caracol su murmullo, multitudes de recuerdos. Salió el sol un instante. Volvió a ocultarse. Se diría que es la primera vez que ve el mar, este mar, después de una eternidad. Mucho tiempo en todo caso. Siglos. Eras. Probablemente su mirada necesitaba, como el sol, este tiempo y esta distancia para volver. Desde que había regresado de México no había tenido la ocasión ni había sentido la necesidad de venir a mirar el mar. Sólo un año pasó en Méjico, pero ahora, de pronto, al menos esta mañana, su pequeña ciudad atlántica, de la que ya ha comenzado a reapropiarse, le parece más extraña que nunca.

Las grandes mareas acaban de pasar. Cada quince o veinte años la tierra, la luna y el sol se conjugan de este modo y el mar abandona como nunca su cauce para aterrar las poblaciones de la costa. Acaban de pasar, pero queda su temblor increíble. Anne no había querido seguir la multitud que en estos días se acercó fascinada a la costa para observar el fenómeno. Pero las imágenes transmitidas por la televisión, las cifras de muertos y las declaraciones de los damnificados, poblaron estos días su mente.

Fue anoche el momento de mayor furor. Hinchado como un vientre a punto de parir, sacudiendo con sus olas toda construcción erigida sobre la playa, el mar lanzó su última envestida. Las señales se perciben en los frentes húmedos de las casas que dan a la playa, en la arena que se seca sobre la vereda junto a la puerta del bar. La playa, lisa como nunca, parece irreal en la bajamar. Grandes extensiones de arena velan el agua quieta que se repliega como un animal herido.

Anne pidió un café que bebió lentamente sin dejar de mirar ese punto del horizonte donde comienza mar abierto.

Febrero 2015


 

EL CANTO DE LAS SIRENAS

Suetonio cuenta que Tiberio solía plantear a los intelectuales romanos, con ingenuo descaro, preguntas simples, aunque de difícil resolución, del tipo: “¿Cómo era el canto de las sirenas?”. Preguntas sin respuesta, como en este caso, puesto que los autores que evocaron a esos seres mitológicos nunca pudieron describir su canto: nadie había logrado salir con vida de la experiencia. El astuto Ulises, que se ató a un mástil para escuchar esa música divina y resistir a su embrujo, al recordarlo algunos años después, ya de regreso, no pudo decir mucho. Volvía a casa, al cabo de tantos años de errancia, y en la última escala del regreso, en el país de los Feacios, ante la corte del rey Alcinoo, sólo pudo decir que se trataba de un “canto claro”, en el que una voz cargada de promesas y presagios lo sedujo hasta la locura. Una seducción que debió olvidar fácilmente puesto que, por otra parte, cuando la nave estuvo fuera de su influencia y sus compañeros lo desataron, el héroe ni siquiera consideró la posibilidad de volver atrás, como si hubiera carecido de sentido, al dejar de escuchar la voz, la desesperación que le acababa de procurar.

¿Qué carácter tuvo esa fuerza, fruto del instante? ¿Cuál habrá sido su nota distintiva, además de su claridad? Debería tratarse de un canto bello, en el sentido más instrumental o persuasivo de la belleza, puesto que nadie pudo resistirse a su encanto y que, sin duda, era escuchado con inmenso placer. Pero debe haber sido también un canto infinitamente penoso, tensando los límites entre el deseo y su satisfacción, y conduciendo así a la muerte a tantos bravos héroes, lo que explica quizás su carácter efímero, insoportable tal vez por eso mismo, por su patética fragilidad, al punto de que aquellos que lo sobrevivieron necesitaran olvidarlo.

Febrero 2015


 

ACCIDENT DE PERSONNE

Viniendo de Lorient a Paris, poco antes de llegar a Le Mans, el tren se detiene en medio del campo. Es de noche, cielo cerrado, sin luna. Afuera sólo se ve la oscuridad. El guarda avisa por los altoparlantes que la detención se debe a un “accident de personne”. Eso quiere decir, en la jerga de los ferrocarriles, que probablemente alguien se tiró bajo las ruedas de un tren, éste u otro, perturbando la circulación en toda la línea. Se me ocurre pensar que pudo haber sido en la estación Le Mans.

El tiempo de espera se prolonga. Pasan quince minutos. Media hora. Los pasajeros envían mensajes inquietos. El retraso, que comienza a ser importante, se incorpora a sus futuras vidas (no al presente, que pierde densidad, y es una fina película entre tragedia y porvenir): las combinaciones de trenes o aviones se complican, las reuniones de trabajo o placer deberán postergarse o posponerse, los encuentros programados deberán anularse.

Algunos, ¿cuántos?, muy pocos probablemente, piensan en la persona accidentada. Imagino que, en este preciso momento, en el lugar del hecho, la policía, los bomberos, los urgentistas, se ajetrean evacuando al accidentado o al cadáver. Si es el segundo caso, la policía científica estará relevando las pruebas necesarias para que la investigación llegue a buen término y el informe forense se complete en el marco de las reglas, sin ofender familiares ni disculpar eventuales culpables. En el menor tiempo posible las cosas deberán retomar su ritmo habitual. Alguien se ocupará, por otra parte, de borrar las manchas de sangre, si las hay, para proteger aquellos espíritus sensibles. Lo seguro es que el accidente desaparezca de nuestras vidas sin dejar huellas. En francés, personne quiere también decir nadie.

Febrero 2015


 

LA CUNA

Escribo ahora en el metro que me lleva a la universidad, esta mañana del viernes 17 de abril de 2015. Un muchacho indigente, sentado enfrente, la cara tapada por una amplia bufanda, duerme su profundo sueño. Su figura, de sólo contemplarla, adivinando su cuerpo joven, arrebujado en el asiento como un muñeco retorcido (¿sueño de droga, sueño de alcohol o simplemente cansancio?), produce en mí, y al parecer también en los demás pasajeros, un extraño malestar. Está solo en uno de esos grupos de seis asientos que tienen en ambas puntas los coches de la 8, una suerte de compartimento que, sustraído en cierto modo a la circulación incesante de pasajeros que suben y bajan en cada estación, es mi lugar preferido para leer y escribir. Los otros cinco asientos están vacíos, marcando el ámbito de la incomodidad, e incluso la repugnancia, que la presencia del muchacho despierta. Nadie se sienta a su lado. Nadie lo mira. Por mi parte dudo un momento, y finalmente me instalo en el compartimento, enfrente suyo, pero en la otra punta, interrogando en todo caso mi propia incomodidad y preguntándome qué ha pasado en mí todos estos años, yo que alguna vez me encontré en una situación parecida, es decir de haber pasado noches sin tener dónde dormir, tomando colectivos que atravesaban de una punta a la otra una gran ciudad, desde el aeropuerto hasta la laguna e incluso más allá, cruzando el puente, hasta el pequeño pueblo que se recuesta sobre la costa de un pequeño arroyo. Viajar simplemente para tener un lugar donde dormir, mecido además dulcemente por el vaivén de la marcha, en un regreso a la cuna, a la infancia o en todo caso a lo más elemental de nuestro origen; viajar viviendo un momento misteriosamente pleno, donde la propia degradación se mezcla con un sentimiento creciente de prescindencia y hasta, por qué no, de libertad, salvo que pensemos que la libertad deba ser algo más digno, más noble o más “liberador”.

Me siento entonces enfrente suyo sobreponiéndome a la incomodidad. El muchacho se retuerce ahora en su asiento, buscando una mejor posición, introduce un dedo entre los pliegues de su bufanda para restregarse las lagañas, sin dejar de todos modos que entre la luz a su cubículo artificial y sigue en su sueño.

Mayo 2015


 

MENSAJE

Un mensaje automático: “merci de vous distribuer dans le train et d’enlever vos sacs à dos”. Sigue la traducción inglesa, que apenas  comprendo, y luego la española, eufemística y pleonásmica: “lleven vuestras mochilas en la mano y no en la espalda”.

Abril 2017


 

EN UN KIOSCO

Desorientado, pregunto:

–Qusiera ir a Bustamante y French.

El kioskero, serios sus ojos, pero con pícara sonrisa, me responde:

–Vaya.

Junio 2017


 

CAFÉ CON R. H.

De la lectura de Kierkegaard: “Uno nunca quiere ser otro. Ni siquiera en los momentos más difíciles”.

 Junio 2017


 

DOS VIUDAS

Día de San Martín, feriado. Está fresco pero hay un sol que calienta y un cielo azul que promete. Doy una vuelta al lago del sur y de regreso me siento en el bar de la esquina de la Plaza de Mayo. Consigo una linda mesa junto a la ventana mirando hacia la plaza. Pido un té con leche y un alfajor santafesino.

A mí lado dos mujeres de más de 70, muy conversadoras, toman un café. Cae la tarde. En un momento una se pide un liso.

Eternas amas de casa, cansadas y orgullosas, viven de la vida de hijos y nietos, que crecen sin necesitarlas ya, y del recuerdo de sus maridos, que han muerto tiempo atrás, el tiempo necesario para ya no llorarlos. La que está de espaldas cuenta que antes, sobre todo en verano, le gustaba sentarse (en la vereda, un bar, en el patio, en la terraza) a tomar una cervecita. No sabe bien por qué, pero por las tardes, a esa hora, le viene una tristeza tan honda. La otra, que está de frente, con su rostro tan típico (estoy convencido de que hay un rostro propiamente santafesino en las mujeres de esta clase, que se cristaliza a partir de cierta edad, con los mismos ojos, las mismas arrugas, los mismos cabellos: monotonía de la vida en provincia), cuenta que hay veces que se despierta en la noche y le parece que su marido difunto está a su lado, en el lugar donde siempre dormía en la cama. Ah, le dice la de espaldas, ¿a vos también te pasa? Yo no lo cuento mucho para que no vayan a pensar que estoy loca. Pero suelo verlo. La otra: en mi caso, no es que lo vea, no, es como una sensación… De despertar convencida de que él está ahí, de que acaba de llegar. Solía salir por las noches y volver tarde, cuando yo ya me había dormido. “Ah, volviste”, estoy a punto de decirle, cuando me doy cuenta de mi error.

Siguen conversando y cambian de tema. Dejo de prestarles atención por un momento. Pero en este atardecer patriótico ellas siguen formando parte del paisaje, como el coro de murmullos de las tragedias griegas. Ahora hablan de una amiga, sorda y recluida, que se niega a salir. Ya no saben qué hacer para sacarla. En fin, que se embrome: “Es una viejita mal”.

Junio 2017


 

DÚO

Fue cosa de segundos.

En el andén de la uno, dirección La Defense (Grand Arche), un muchacho con su saxo espera el próximo metro, en el que continuará su número, y mientras tanto, como para pasar el tiempo, ensaya unos compases. Enseguida le contesta un hombre que tiene una tuba y está en el andén de enfrente, dirección Château de Vincennes. Cófrades de la gorra, armonizan, estos segundos, un aire de opereta.

Momento de frescura en el agobio de este verano terrible.

Julio 2017


 

MAÑANA DE PRIMAVERA

Sobre el tram hacia Porte de Charenton, desde el puente, el Sena parece dormido. Suaves luces matinales sobre su piel distendida.

Mayo 2018


 

TRES RECORRIDOS

Salgo temprano porque tengo examen a las 9h y quiero llegar con tiempo para hacer unas fotocopias. Mi hijo se queda en casa y tiene que levantarse solo, cambiarse, desayunar y tomar el tram para el colegio.

Hago un triple recorrido. El mío, con combinación en Porte de Charenton (debo correr para alcanzar el tram que entra a la estación); el de maravilloso libro de Marc Augé, Un ethnologue dans le métro; y el de mi hijo, que se levanta a las 8h y tiene que apurarse para salir antes de las 8h30. Lo llamo y lo piloteo a distancia. “D’accord”, repite.

Mayo 2018


 

OLOR A JABÓN

Estoy sentado en el tram, sobre el pasillo, de regreso del trabajo, seguramente adormeciéndome como me viene ocurriendo, en situaciones similares, este último tiempo. De pronto sube una muchacha y se queda a mi lado, en el pasillo, es decir a mi izquierda, ahí, de pie, rozándome con su presencia… No sé, en realidad, si subió “de pronto”, pero la percibí así, como despertando. Recuerdo perfectamente dos cosas: que yo estaba sentado al costado del pasillo, mirando hacia adelante, en el sentido de la marcha del tren y que ella se paró a mi izquierda. La fuerza del recuerdo nace de esa sensación de proximidad que de alguna manera conservo. Un olor. Un olor fresco a jabón me abordó. Al parecer la muchacha se había dado un baño justo antes de salir y todo su cuerpo olía la frescura del agua y del jabón recientes. Ese olor me venía de la muchacha, sí, pero también de mi infancia, de los veranos en San Javier, porque ese jabón se parecía al que se usaba en casa de mi tío Amable.

No la miré. Me embelesó a tal punto ese olor, que venía del pasado más profundo y del presente más inmediato, que no creí necesario descubrir la forma del cuerpo del cual provenía. No sé cómo supe que era muy joven. ¿O es que, acaso, me recordaba un amor joven de aquellos años jóvenes? No vi su rostro, o al menos no recuerdo haberlo visto. Y si lo vi, lo olvidé. En cambio, el olor a jabón, permanece… Probablemente porque provenía de mí más que de la muchacha. Recuerdo, sí, que ella conversaba con su compañero en inglés. Parecía norteamericana. Turista o estudiante. Me resultaría imposible determinarlo ahora. A quién le importa, de todos modos. Venida de tan lejos y seguramente de paso, ella, por su parte, no debe haber tenido la más mínima idea de las imágenes que su piel evocó en este desconocido. Despojada de toda materialidad, sin la ayuda en este caso ni de la vista ni del tacto, en una si se quiere poética ensoñación, su presencia fugaz despertó mundos perdidos. A veces el pasado tiene una sensualidad inexplicable.

Junio 2018


 

DOS PEQUEÑAS PARISINAS

En el metro, van juntas al colegio. Deben tener 13 ó 14 años, la edad de mi hijo, pero pertenecen a otra especie. Como si se desplazaran por una dimensión paralela. Y no sólo por el hecho de ser niñas.

Las observo, cargadas con sus mochilas, distendidas y reconcentradas en su mundo. Tienen el pelo recogido de manera al mismo tiempo negligé y estudiada, como auténticas parisinas. En cierto modo asumen los gestos de los adultos que las rodean, que, como ellas, viven en este centro incuestionable del universo.

Llegaron corriendo al andén, pero suben sin prisa al vagón donde estoy. No consiguen donde sentarse y se acomodan en el pasillo como en su casa. Una, se sienta en el piso, saca una tableta de chocolate y mientras la mordisquea se pone a leer un libro. La otra permanece de pie y habla con su teléfono móvil. Ignoro quién puede ser su interlocutor, pero por momentos parece la gerente de una empresa dándole instrucciones a su director de marketing. Saqué una foto, muy movida y muy fuera de foco, que terminé borrando.

Septiembre 2018


 

LA MUCHACHA Y LA PUERTA

Llega tarde, unas milésimas de segundo tarde, y la puerta acaba de cerrarse frente a sus narices. Desde donde me encuentro, adentro del tram, del otro lado del vidrio, apenas si a unos pocos centímetros de distancia, puedo contemplarla de cerca. Bien de cerca. No es particularmente bella, pero todo en ella, su cuerpo y su arreglo, cuidadosamente “producidos”, por así decirlo, como para una cita o una fiesta, tiende a ese tipo de belleza que, en una cuidada mezcla de artificialidad, convención y audacia, se parece a la del arte. Cada poro de su piel, cada célula de sus ojos, de sus pestañas, de sus cabellos, parecen tensados hacia la sensación que producirá en ese encuentro, que soñó probablemente durante todo el día y que ahora, de pronto, se desdibuja. Y todo en ella se distiende: su rostro recién lavado y maquillado, que luce como una pintura renacentista que acaba de ser restaurada, sus cabellos enlaciados que, seguramente luego de horas de paciente labor, ondulan en cada movimiento como las suaves alas de un ángel inquieto, y sus miembros, atléticos o desesperados, que a pesar de la incomodidad de tacos, vestidos y carteras, atravesaron la explanada del andén como un pájaro acuático que remonta vuelo, cada vez más ágil a medida que pasa de un medio a otro.

Llegó corriendo hasta el tram y se dirigió sin dudarlo, porque era la más próxima o la que parecía más despejada, hacia esta puerta donde me encuentro, apretado pero distendido. En estas situaciones de amontonamiento en el interior de un vagón, es un alivio que la puerta se cierre de una vez por todas y cese el movimiento de entrada y salida de pasajeros. La masa de cuerpos y objetos que convive apretada en el exiguo espacio se reacomoda estos segundos, urgente y solidaria, a las alternativas de la muchedumbre. Respiro hondo, me relajo y apoyo la frente contra el vidrio, que me refresca. Así pude verla aproximarse dominada por la precipitación y por la confianza en las posibilidades de sus ágiles miembros. Pude verla llegar y plantarse frente a la puerta, la alegría dejando lugar –gradualmente primero, abruptamente enseguida– a la duda y luego al desencanto.

Había sorteado milagrosamente todos los obstáculos, había llegado casi sin aliento hasta esta puerta del tram recién cerrada y oprimido varias veces el botón para que se abriera. Pero no se abrió. Su sonrisa, preparada para las alegrías del próximo encuentro, se resquebrajó y se crispó por un instante. Y todo esto, contemplado desde esta breve distancia que nos separa, el vidrio entre medio, tiene para mí un encanto especial. Desde mi posición, dentro del vagón, frente a la puerta, el rostro apretado casi contra el vidrio, pude observarla en el último tramo de su carrera por el andén hasta el tram, alcanzar la puerta elegida y pararse frente a mí, con esa sonrisa de satisfacción. Pude ver en detalle, a pocos centímetros de su rostro, del otro lado del vidrio, las alternativas en su fisonomía del optimismo vital de la carrera transformándose en sentimiento de fracaso ante la puerta que no se abría, para despejarse finalmente –todo esto, insisto, en apenas milésimas de segundos–, en una sonrisa calma de crispada resignación.

En el primer momento en que la muchacha se plantó ante la puerta y pulsó el botón para su apertura, muy cerca ella también del vidrio que debería abrirse y no se abre, victoriosa por la espléndida carrera desde la calle hasta el andén y en el andén sorteando ágil los bultos de los pasajeros que acababan de salir del tram, yo también estuve convencido (con mi propia resignación, porque los pasajeros ya estábamos muy bien acomodados, sardinas en su lata, en magnífica geometría de huecos, torsos, miembros, mochilas, bolsos y torsiones) de que la puerta se abriría y de que todos los que estábamos adentro, yo en particular, deberíamos reacomodarnos, apretándonos todavía más, para hacerle lugar. Pero la puerta no se abrió. Había sido bloqueada por el conductor y el tram ya se encontraba en el proceso de la partida. En el mismo momento en que la muchacha comprendía, en toda su dimensión, que nos iríamos sin ella y que su llegada a horario a la cita de pronto se complicaba, yo por mi parte, y conmigo seguramente muchos compañeros de viaje, suspiramos aliviados.

Ella seguramente no me vio un solo instante, pero yo, desde mi posición inmóvil, del otro lado del vidrio, separado de sus ojos y su boca por apenas unos pocos centímetros de distancia, pude seguir, desde muy cerca, milímetro a milímetro, como si fuéramos los seres más íntimos, el recorrido en su exterior/interior del desaliento que deja lugar a la resignación. Pude comprender su estado de ánimo hasta en sus alternativas más secretas; pude comprenderlo casi mejor que ella misma.

Un segundo después el tram iniciaba su movimiento y comenzábamos a alejarnos. Era la confirmación inobjetable de que ella no sería de esta partida. Por eso, mientras nosotros nos alejábamos lentamente, abandonándola sin piedad inmóvil en el andén, no me sorprendió la sonrisa traviesa con que tomaba su celular y comenzaba a teclear un mensaje, inventando sin duda un cataclismo mecánico, eléctrico o humano. Hasta me pareció la cosa más natural del mundo, como el sol renaciente que sigue a su eclipse, que mintiera sin descaro. El tram se alejaba y ella levantó los ojos para mirar el cartel que señalaba los minutos de tiempo que restaba para el próximo viaje, mientras seguía escribiendo, avisando sin duda a quienes la estaban esperando, que llegaría con esos cuatro minutos de retraso.

Marzo 2019


 

POBREZA

El afiche del Secours populaire con la foto de una niña de 3 ó 4 años que tiene en la frente una etiqueta que dice: “pobre” y un texto que sermonea al transeúnte: “No le pegues una etiqueta para siempre. Se necesitan 6 generaciones para salir de la pobreza”, me dejó pensando en dos cosas.

La primera: ¿la niña que sirve de modelo para la foto, es realmente pobre? Si es el caso, la foto, y su fuerte difusión, contribuyen precisamente a pegarle esa etiqueta. Pero si no es el caso, si se trata de una actriz interpretando un papel, entonces el mensaje es terriblemente mentiroso.

La segunda: ¿seis generaciones, realmente? En Argentina, año verde, con una generación, a lo sumo dos, sobraba.

Va mal la Francia, va mal.

Mayo 2019


 

PICKPOCKETS

El conductor avisa de la presencia de pickpockets en este metro y pide a los usuarios que tengan cuidado. Como el metro no va en realidad muy cargado –en nuestro vagón somos apenas unos cinco o seis pasajeros– nos miramos todos con desconfianza. ¿Cómo es el aspecto que debe tener un ladrón? Hoy no me recorté la barba y seguramente visto de manera desalineada. Siento de pronto la mirada de los demás y ellos sienten probablemente la mía. Todos somos ladrones potenciales, en este momento, frente a la mirada del otro.

En todo caso, nos cuesta comprender que el vacío del vagón, que nuestras miradas atraviesan sin dificultad, en realidad nos protege. Los carteristas aman la multitud y el apretujamiento. Un temblor recorre igual nuestros cuerpos. La realidad plácida, distendida y si se quiere ingenua del regreso, se transforma de golpe. Como si nos hubieran robado algo muy íntimo.

Octubre 2019


 

LIBERTAD

Dos pickpockets, escapando de la policía, se metieron en el túnel y entonces los empleados de la RATP cortaron la electricidad de la línea. Estuvimos un buen rato parados en el andén, esperando que se resuelva persecución, nada menos que en la estación “Libertad”.

Noviembre 2019


 

PILOTOS AUTOMÁTICOS

Llevamos ya un mes de huelga general, que afecta sobre todo al transporte urbano y que, luego de un primer momento de confusión, poco a poco instala un nuevo orden, con una nueva rutina. Se reducen al mínimo posible las actividades laborales y la vida social. Se camina mucho y se adopta la costumbre, en definitiva, de salir siempre antes, con tiempo, en la resignación de que cualquier trayecto toma más de lo debido. Siempre se llega tarde a todo. Y se incorpora el mecanismo de buscar trayectos alternativos, con otros espacios y otros tiempos para hilar una combinación, y se descubren (o cobran otro relieve) aspectos hasta ahora ocultos de la realidad. Por ejemplo que las líneas 1 y 14 son automáticas, que funciona sin chofer y que en consecuencia esos trenes no hacen huelga. Anticipo, si se quiere, de un mundo conducido por robots.

Cuando todo vuelva a la normalidad, aunque en una paz que se parecerá más bien a una tregua, costará volver a la vida antigua. ¿Qué es en definitiva la normalidad?

Entre diciembre de 2019 y enero de 2020


 

LA DAMA DEL PERRITO

La mujer sube al metro cargada de bolsos y con un perrito tipo chihuahua, acostumbrado al parecer a ser traslado como un paquete. Parece una persona. Un niño. Sólo sus ojos, bien abiertos y brillantes, atentos a la realidad compleja y cambiante del vagón, delatan su condición animal.

Le saco una foto con mi teléfono. Muy mala foto. Hago lo que puedo porque mi gesto me avergüenza y trato de disimularlo.

Así me sale, furtiva, a la marchanta, y sin embargo me gusta su desencuadre fortuito que marca el borde de la mirada animal.

Enero 2020

 


 

ALAGAR

Domingo a la mañana. Busco en el diccionario el verbo “halagar”. Necesito despejar un desconcierto momentáneo: si se escribía con hache o sin. Es una más de las tantas contrariedades del exilio: no ganar una lengua de adopción y perder más bien la propia. De pronto, doy con esta palabra, que al principio agudizó mi despiste, pero que enseguida me envolvió con su rara fascinación. Alagar, verbo transitivo: “Llenar de lagos o de charcos”.

Como yo mismo ahora, viendo colmarse de pronto mi cabeza de lagunas, grandes o pequeñas, que para el caso es lo mismo, es decir: alagando mi memoria.

Octubre 2020


 

NOTAS PARA UNAS NOTAS

Comencé a pensar estas Estaciones en febrero 2015, poco tiempo después de alejarme de Bretaña, donde viví durante quince años, y mudarme a París. Hace mucho tiempo que acumulo notas en cuadernos, libretas, tabletas, computadoras y teléfonos, que, de manera muy tardía, tratan de encontrar su forma. Pero fue durante un fin de semana que pasé en Lille que esa forma comenzó a revelarse y siguió definiéndose unos días después, que tuve que volver fugazmente a Bretaña. Es decir, lo decidí en el módico lapso de una semana y me embarqué así, en realidad, en un viaje que ya lleva días, meses, años, y que todavía dura.

Hacía mucho tiempo que no escribía, mejor dicho: mucho tiempo sin entusiasmarme por un proyecto de escritura.  Hacía exactamente un año que había terminado una primera versión, legible y corregible, del tríptico de novelas El paraíso. El manuscrito dio la vuelta al mundo editorial conocido y nadie lo quiso publicar, así que quedó en latencia, siguiendo en cierto modo el consejo de Horacio, pero yo necesitaba pasar a otra cosa. Y esa otra cosa se demoraba. Así que hacía mucho tiempo que no me encontraba en el ámbito confortable de un proyecto. Varias cosas estaban pendientes, pero se trata de cosas sueltas o de proyectos definidos también como “a largo plazo”. Por ejemplo un libro que se llama Manzanas, un proyecto similar a Estaciones, de pequeñas notas sueltas, pero que trata de lugares habitados, lugares inmóviles por así decirlo. Digamos que ambos proyectos completan las dos caras de una misma moneda.

En Lille comencé a escribir una serie de “cuadros”. En algunos casos descripciones o retratos, hechos al pasar: una niña en un bar, una maja de Goya, la estatua de Hermafrodita. Hechos, lugares o personas que me dejaban una imagen insistente, que me invitaba a la escritura. Pero estos cuadros me permitieron también vislumbrar el ámbito, como una suerte de sala de espera, donde recibir a tantas notas sueltas. Estaciones. Me gusta esta práctica de escritura al paso, sin una preocupación particular. No se trata, tampoco, de simples notas de viaje. En muchos casos fueron tomadas en las ciudades donde viví o vivo, en algún recorrido urbano rutinario, o en un paseo. Muchas notas forman parte del trabajo de preparación de una novela, que se llamará probablemente Los cerezos, que transcurre, quiero decir que se escribe, en el metro y en el tram (no hay palabras para traducir esos engendros mecánicos franceses y en particular parisinos). Textos breves, nacidos del instante, pero que se escriben a lo largo de años, en esa maravillosa tensión con que las palabras de las cosas afloran, con sus frases, su ritmo, su ambiente y su luz, de pronto y lentamente. ¿Poemas en prosa? ¿Prosas poéticas? ¿”Proemas”?, para traducir la feliz fórmula de Ponge.

Por el momento lo llamo Estaciones. Pienso en esos lugares de embarque o regreso que son las terminales de trenes o de ómnibus, en los aeropuertos. Pienso también en esos viajes en tren, en colectivo, en metro, en tram, en avión, en los que se nos va la vida pero que apenas nos detenemos a contemplar. Pero pienso también en las estaciones del año, en los ciclos que pasan y vuelven, en la tierra viajando, en definitiva, alrededor del sol.

A aquella presunción que recibí en Lille y Larmor Plage, en febrero 2015, se le suma, ahora, esta otra etapa de trabajo, gracias a la solicitud de esta revista y de Valeria Melchiorre, su directora. Una nueva sorpresa. Una Zancada, por qué no, que me permite detenerme para mirar atrás, o alrededor, que agradezco profundamente.

Febrero 2015- octubre 2020



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