Fragmento (uno de los tantos: el inicial) de Lucía en verano
por Augusto Munaro,
Fotos de María Mascheroni , Viñeta sobre Lucía por Pat Jawerbaum y un fragmento de Azor, film de Andreas Fontana
Delimitar de una vez por todas lo que Lucía significa en mi vida es una tarea tan imprecisa como agotadora. Sin embargo, pensarla ha sido uno de los pocos motivos de felicidad que tengo. ¿Pero pensarla cómo?, ¿por lo que compartí con ella, o por aquello que su nombre me lleva a pensar? Lucía… ¿Cuándo fue la primera vez que la vi?, ¿sentía ya el peso de su presencia como decisiva? Difícil saber. Además, las palabras son tan poco confiables… ¿Ver?, ¿realmente la vi? Las palabras se enuncian con una levedad, con una desfachatez verdaderamente aplastante. Y no creo que nos acerque a las cosas que nombramos, sino que, todo por lo contrario, las aleja. Cuando pienso en Lucía, por ejemplo, no hay vez que al nombrarla la sienta más lejos que nunca. Progresivamente más distante. Una distancia imperceptible, desde luego, pero inobjetable. Una lejana proximidad. ¿Quién era Lucía? Ni siquiera ella habrá sabido, así como yo desconozco los fundamentos más íntimos de mi personalidad. A la gente le gusta delimitar, colocar distancias: simplificar. Pero la realidad es muy otra, una compleja y, paradójicamente, contradictoria. Preferible que los otros hablen por mí sobre lo poco que resulto ser, y yo, de ella, de Lucía. Al menos, así se han dado las cosas. Lo que creo que ella significa en mi. Por eso mismo, seguro –al fin y al cabo- Lucía, lo que ella fue, lo que ella acaso pudo ser, lo es, gracias a lo que pienso de ella. Lo poco, o mucho en que mi memoria regresa a ella. El tiempo tiende a hacer prodigios con los hechos. Pero: ¿la recuerdo a ella; la imagino, o, simplemente, la deseo?, imposible precisar. Basta nombrarla para que una constelación de sensaciones me asalten por completo, y me dejen, en una situación de postración. Me asedian. Son voces que se confunden entre sí, muy lejanas, que se manchan, sí, destilan una coloración curiosa. Se transparentan, y corre como una película muda, hasta volver a iniciarse otra vez. O eso tengo la sensación que ocurre. Como si se tratara de una escena, sí. En cierto modo lo es. Y ocurre. No deja de ocurrir, cada vez que me detengo a cavilar sobre ella. A veces varios segundos antes, o después. Eso no importa demasiado. Siempre sucede a la misma altura de la cuadra, a veinte metros de una esquina. Y ocurre, insisto. Se manifiesta el momento preciso, en que la veo a ella. Caminando. Es una mañana. De esto sí estoy seguro, por la luz, la forma en que la luz matinal pega sobre las paredes y los pasillos laterales de las casas. Una luz clara, pura: virginal. Una que permite distinguirla a ella y a su entorno. Un contexto, hasta entonces, vacío de sentido. Hay sobre El Palomar un cielo límpido, sin una sola nube. Jornada típica de verano. Soleada, ligeramente calurosa. La mitad del barrio, presumí siempre, estará vacacionando, la otra, despertándose de un sueño pesado. Es temprano. Serán las ocho, tal vez un poco después. He vuelto aquí más de un centenar de veces. Llego al lugar instantes antes. A veces, media hora; nunca, pero jamás, después. No podría permitirme semejante acto de impasibilidad. Doy pasos cortos, sigilosos. Llevo mis manos en los bolsillos y observo las mismas plantas de siempre. Una glicina escabulléndose por el tejado de un garaje; la enredadera besando la medianera del único paredón rosa de la cuadra… Las sombras, por momentos claras y por momentos difusas, con un ritmo ingobernable que les es propio, fugitivas, se reflejan dentro de las casas, del otro lado de las ventanas. Acaso, preparando ya el almuerzo. El vapor sobre el vidrio revela la cocción de alguna pasta, quizás tallarines. O verduras (hay una verdulería –ya abierta-, a la vuelta). La cuadra permanece decididamente tranquila. No hay movimiento. Un colectivo acaba de pasar no muy lejos de su parada. El ronroneo inconfundible de su motor tarda en discernirse cuando sus pasajeros descienden o suben, cada cual, rumbo a sus distintos destinos. Apenas unos segundos. Un perro, tal vez ladrándole a algún transeúnte, pero muy lejos. Apenas audible, sí. Puedo (acaso por la ansiedad de presenciar el mismo recuerdo), apoyarme sobre una de las rejas de la casa, y aguardar. Hacer tiempo hasta que llegue, o mejor dicho, aparezca. Porque si bien abandonaba la casa de su compañera, Lucía siempre aparece inesperadamente. No “llega”, se llega cuando alguien espera a una persona en determinado sitio pautando, previamente; una hora determinada. Por lo pronto, ella desconoce que llega para mi, y para ellos. Cada vez que vuelvo, ella aparece a unos veinte metros. Jamás me ve. Nunca me vería, por más que el pasado, a veces, se torne presente. Por más que la obsesión tarde en abdicar. Quiero demorarme en ese efímero tiempo, que de tan ido, y anhelado, he hecho de él, un ahora continuo. Refugiarme en ese limitado e irreversible espacio, sí. Y pensarme, así, en un tiempo previo a ese jueves. Glorioso tiempo, porque desvía las leyes causales de la infalible naturaleza. Una pequeñísima ilusión, lo sé, pero cierta –beatíficamente verdadera- mientras creo en ella. Mientras revivo cada detalle por enésima vez. Aquel tiempo inocente -si se me permite el pathos-, anterior al futuro disparo, y la irreversibilidad del destino. Ver la sempiterna hormiga subir por el tercer poste de luz, como si no existiese nada más importante en el mundo, o el pavimento guardar el mismo silencio de siempre, ese mutismo de cada día: burdo, como ausente de sí mismo. Demorarme, sí, como deseando cansar, hartar al irremediable destino. Despistarlo al plegarme hacia otros detalles laterales, circunstanciales a la escena. Por ejemplo las botellas de vino vacías arrojadas en la calle, ¿quién las habrá tirado allí?; o bien, ¿no será necesario podar el ligustro que tapa la entrada del chalet? Un océano de preguntas podrían desviar la atención, sin embargo, se sabe, ni bien se respondan todas y cada una de ellas, Lucía aparecerá y al grito pelado del marino, ella correrá, aunque no por mucho. A dos o tres cuadras; a la lejanía. Siempre a una distancia imprecisa: se oyen pájaros. Ellos parecen entretejer un trinar nada estridente, más bien tenue. Esto no me di cuenta, sino tiempo después (tal vez años, o décadas). Es imposible no oír el canto de los pájaros, sobre todo, a esa hora matinal. El feliz pormenor agrega otra napa de verosimilitud al relato. Pues, todo se reduce a la atención con la que se vuelve, se regresa a los hechos. Mayor el enfoque, menor la posibilidad de especulaciones dañinas. Ocurre que nada es simple de analizar, y más aún de explicar. Requiere de un esfuerzo legítimo. Quien tenga la suficiente paciencia como para hurgar allí, en ese recodo de lo que cierta vez fue, recibirá sus frutos. Es necesario guardar la calma, no precipitarse. Aguardar lo suficiente como poder comprender la densidad, el peso exacto de lo discernible. No cometer errores burdos. No caer en el sentimentalismo, es decir malgastar las esperanzas y sucumbir ante la emoción. Una conmoción semejante podría distorsionar y perder para siempre, cualquier incontrastable detalle. Arruinar ese preciso momento, y extraña comunión entre espacio y tiempo, sería inconcebible. Un acontecimiento único, irreversible, insisto, ¿malgastado por la estulticia de la impaciencia?; resultaría imperdonable.
(extraído de Prebanda Ediciones, 2021)
FOTOS
de María Mascheroni
Viñeta de lectura de Lucía en verano
por Patricia Jawerbaum
Leer Lucía en Verano como quien se desliza por el tobogán de la repetición hacia la deferencia de la diferencia. La atención cuidada al detalle que no es meramente tal, sino una puerta de entrada, una invitación a otra manera de captar las confluencias mientras un acontecimiento con nombre propio tiene efecto. Es captado en su mismo momento de suceso.
Un hecho oculto, un secuestro, un hecho que no fue primera plana por motivos odios, obvios, valga el lapsus. Un hecho vinculado a lo que no pudo ser dicho y se repite entonces en la reconstrucción, en la construcción de una mujer que lleva el nombre de Lucía.
Lucía no como fantasma de un amor perdido, pero sí como apercepción insistente de un vínculo creado. Creado por la misma novela, por la palabra.
Y sucede, eso, muchas veces, en secuencias fílmicas que nos va relatando un observador, que es un narrador que elige bien las palabras, que confía en que ellas podrían, si él se esforzara, traer a Lucía a la luz. A Lucía en el mismo momento de su desaparición. Porque más que detective Augusto es un testigo atento. Y por las contingencias, el azar de la vida lo puso ahí. Porque él goza del beneficio de “una lejana proximidad”. Sólo él entonces puede escribir esta novela. Porque tiene y puede montar una singular relación con la escena mutante en el mismo espacio de un hecho. Un acontecimiento decía más que un hecho, un acontecimiento llamado Lucía.
En esa intimidad que Augusto recorta Lucía así se construye, la vemos repetir el mismo acto varias veces, porque él, narrador, así va a rodearla con palabras aunque él mismo confiese de ellas que: “no creo nos acerque a las cosas”.
Reflexión que se anticipa en la frase anterior:
“Las palabras se enuncian con una levedad, con una desfachatez verdaderamente aplastante”.
Lo que será desmentido luego, porque si bien las cosas quedan una y otra vez escapadas, porque de tan leves no logran agarrar la escena real, es esa captura (no la de Lucía) en la escritura la única manera de alcanzar algo que pueda contarse entonces se repite:
“y ocurre, no deja de ocurrir”, “siempre sucede a la misma altura de la cuadra…”
Sucede también una geografía, un circuito, una zona, un territorio recortado del mapa habitable de los hechos. No deja de suceder al narrar.
Así se ofrece a quien lee, este des/pliegue, re despliegue de escenas. Nos dice bien, no hay ‘La escena’ única, entonces acercarse a ella será tomar la desfachatez de desearla a punta de palabra. Y tomarla (a la palabra, a Lucía) una y otra vez con ella. Desplegar la lengua. El acto sensual de la escritura. ¿Deliro? “pensarla ha sido uno de los pocos motivos de felicidad que tengo”.
Si pensarla es ahora la escritura misma, devino ficción en la cual “El feliz pormenor agrega otra napa de verosimilitud al relato”, porque “uno llega al pasado a través del presente, imaginándolo”.
¡Qué buena expresión para dar cuenta de la descripción cuando no es mera acumulación de datos!
Es un feliz pormenor.
No un detalle.
El detalle viene cada vez con un nuevo dato, será esa cuota de verosímil necesaria para que la ficción no quede flotando en la mera fantasía. Hay algo más. Porque a la fantasía no le falta nada. La fantasía llena todos los blancos. En eso es especialista. Sin embargo, en este texto todo el tiempo algo no alcanza. No alcanza a decirse, a entenderse, a darse a conocer. Se persigue.
Y Lucía, claro, es la que corre. De los secuestradores, del narrador. Incluso en el fuera de tiempo.
Ya veremos por qué.
No todo fue posible entonces. Sí esto, y esto y esto. Y la lectura es vertiginosa en perseguir el hojaldre del cada vez que vuelve a pasar, vuelve a pasar el pasado, en la esponjosa masa del hecho actual. Tan actual que lo vive este testigo, escritor, al que llamaré Testigo cero. O mejor si digo testigo -1.
El testigo anterior a sí mismo.
El testigo que ama, así arma el arte facto. Se ve ahí, en el punto justo cercano al accidente. Rodea el escenario, desde distintos ángulos, su manera de entrar, de decir de un inminente desaparecer que, al repetir, no deja de verse entrando, confiado en su agudeza, en sus sentidos, en lo desconocido.
Porque hay que tener agudeza para sostener un relato de una desaparición así. Soportar ese presenciar de estarlo viviendo una y otra vez. Y hacer en el acontecer, hacerla a “Ella”. Casi una Olimpia de Hoffmann, una perfecta proyección de la isla de Morel. Pero cuyo escenario va mutando. Otro programa más sofisticado que el precario sistema de Bioy.
Nada de Moral. Sí una proyección programada por las palabras.
Y es tan distinto a cualquier insistencia en el sentido. La cosa es que el sentido gravita ahí, pero sin melodrama. Se resiste al melodrama, y se resiste a la versión policial si bien, por momentos, el discurso elegido toma prestado el discurso del informe.
Pero echa mano de él porque le sirve para dar una vuelta más.
No para hacerse con el sentido de mano única, atraparlo y correr con él hacia veredicto.
NO, porque se corre la línea del sentido. Porque así como “Ella” corre una y otra vez hacia su fatal destino, él la detiene. El ojo detiene, se detiene, en aquello que no terminó de ajustarse a la isla de la ilusión que lo contendría todo.
Las representaciones alucinatorias que nos trae Augusto parecen por momentos volverse tangibles fantasmas. Como en un render.
Pero no, no son fantasmas, se salen del marco de la boca del proyector, se salen de libreto por algún nuevo detalle, que contingente hace más, hace tiempo, en el sentido de crearlo.
Hacer tiempo. Inventarse un tiempo en el que: “ocurre, no deja de ocurrir”.
Ahí podría ser que la narración se barroca. Trampantojos de palabras. Aunque la serie no será infinita, esto termina siempre igual. Tiene su matriz límite, pero sin embargo hacia adentro, y no hacia la línea final es que se huye.
Se abre en el sentido en que saben abrirse de espejos, algo distinto cada vez.
Alguna sutileza que pasará inadvertida a algún testigo, a alguien que, de pronto, se hace todo oídos, todo ojo y consigue nuevas líneas al crear vínculos consistentes y contingentes.
Se arman nuevas conexiones con los fragmentos de existente, se las liga de modo inesperado y algo pulsa hacia la escena manteniéndola en un suspenso a punta de lengua.
“Por eso es necesario saber que todo sucede en simultáneo e indefectiblemente, por partes” (y la lectura intenta atraparnos en la diacronía, empaparnos de esa simultaneidad al abrir los carriles de lo que era junto, una maraña de hechos, tirar de los hilos para…) “una versión refractada del hecho”.
En la refracción, que es el cambio de velocidad en la propagación de onda: ¿algo altera la manera de ver o altera la realidad misma?
Así hay cambios de velocidad en el relato. Un contingente de secuencias contingentes lo alojan. Se meten en este libro pequeño desde donde esos restos pulsan a la existencia otra, cada vez.
La noticia, nueva y reconocida, del desenlace que no se procrastina, sino se ejecuta una y otra vez. Y siempre dan con ese momento génesis. Desde el que la lengua intenta avanzar desatando y atando cabos. Pero nuevas configuraciones, nuevas sintonías con un gesto, una palabra, un pensamiento, un detalle que podría haber pasado desapercibido por inimportante, pero no, nos devuelven a ese mismo origen. Pero claro, ya no es el mismo entonces, porque las vueltas alrededor de él lo han mutado aún, aunque, o porque podríamos decir, algo de él persiste en su mutismo.
Lo que se dijo y lo que no aún, se dice. Lo que se está diciendo. Un lapso de la verdad se espía por el agujero de la trama, abierta a cada paso de la palabra aguja, a cada puntada de tejido conectivo de la palabra que se ofrece al sentido, con un re sentido ¡nunca resentido!
Cada fragmento de esa historia que dura apenas unos minutos. Todo sucede en pocas cuadras y en unos minutos. Como si el tiempo no se atreviera a alejarse mucho de ahí.
Ahí donde sucede algo horrible, espantoso, criminal. Algo de lo que se ha hablado y no puede dejar de decirse. Apenas recuperar el aliento para seguir diciendo.
Así en el momento se tantea, se titubea con certezas, el papel de detective amaga a crearse sobre las puntas que tira el relato. Como si no supiéramos cada vez lo que va a suceder, aunque sepamos todo casi del vamos. Pero el final está antes, nos dice Augusto Munaro. Y la narración lo sabe. No importa el final porque ya sucedió. Ahora se trata de otra cosa. Y tira de los puntos cardinales que ubican, orientan los aconteceres más trágicos. Pero sin quedarse en el tono de tragedia, ni de comedia, ni paso de.
Y entonces, como mago de la galera, saca la caricia de la palabra, solo ella logrará deslizar alrededor de alguien que existió y pulsa aún en este texto un ser.
El centro descentrado, metódicamente, va posándose en ciertos detalles que se repiten lo bastante distinto cada vez, con nuevas sutilezas hacia el hecho nada sutil de lo bruto de un disparo, o de un secuestro, lo bruto de lo bruto de la violencia del terrorismo de estado, como si fuera posible ese bordar más fino, aún por sobre la brocha gruesa que impediría o suele impedir decir. Sin embargo algo, y, oh pecado, ahí mismo, juntar algo del orden la belleza. Atrevimiento. Atreverse a la belleza de lo que acontece para dar rienda suelta pero a la vez no será para ¿hacer justicia? Juntar los escombros. Tras el ángel de la historia, pues nos sobrevuela desde un destello Benjaminiano. Recoger los escombros como quien recoge el guante y aguanta el duelo.
Entonces, justicia, pero no en el sentido legal, ni de la sentencia, de legitimar la fiel transcripción de los hechos, sino ser fiel a la transducción, traducción, que es infiel como toda traducción, con la cortesía amorosa de dejar algo sin. Amor cortés. Arriesgo esa carta.
Entonces la carta de la suerte, esgrimida por la diosa fortuna, nos cuenta el narrador, nos explica que él aún no era, cuando sucedieron los hechos de los que él es testigo. El terraplén luminoso en que el se encuentra con esta existencia trunca. Se encuentran en esa misma esquina con el aún inexistente escritor que la persigue. Quién sabe si ella no lo vio, se pregunta en la novela. Si no supo antes de desaparecer, si no vio su ojo futuro describiéndola como si la conociera.
Por eso decía antes -1 Augusto situado ahí mismo. Y haciendo en la cuenta de quien se descuenta, pues aún no había nacido, el cuento.
Ahí vienen las fechas explicadas que definen según alguna teoría literaria a este narrador no como omnisciente, sino como presente nonato. Narrador ¿In-ex-sistente?
Las bitácoras lo dicen. Lucía en verano. Augusto en el limbo de los no nacidos hablando desde el futuro.
Y un fragmento de verano en loop.
Los pasos, se nos hace desear una fuga, ¡que esta vez no pase!, por favor Augusto, ¡que Lucía logre huir! Las vemos ir confiada, luego correr entre las versiones y visiones del recorrido que va armando un territorio narrativo cada vez nuevo, cada vez el mismo recorrido geográfico lo siguen las diversas cámaras verbales, en los distintos fotogramas que la letra proyecta se ve escapar, intentar huir, y se le inventa ese ras, ese filo del cuento para dar la oportunidad, en el acto de ser una y otra vez contado, y contado justamente por quien se descuenta.
Se descuenta porque no podría haber estado ahí, si no había nacido. Ya lo dijimos, ya nos lo dijo el escritor.
El tiempo (en cuento a transcurrir y a clima) es un verano instante, y juega a repetirse en esa isla holográfica creada por el narrador, que abre el secreto de su pañuelo (el mundo es un pañuelo, dicen, cuando se encuentran casualmente en el mismo lugar dos seres) para hacer a los personajes dar los pasos exactos para la construcción del bucle perfecto.
Se nota que Munaro, como en La Jetée de Chris Marker, película que alguna vez nos recomendara el mismo autor en una de sus nutridas y generosas publicaciones de las redes, dio con la fórmula que hace chispa. Mínima fórmula que enciende el vértigo, aquí construido con fotogramas textuales, gestos precisos que rozan la gracia y un secreto anhelo, deseo que nos contagia la vertiginosidad en este pequeño y preciosamente editado libro, que no merece el diminutivo no obstante la corta extensión del objeto portable en los bolsillos, pues en realidad no termina nunca o casi.
Casi invierno 2022
UN DIÁLOGO DE AZOR
¿Qué veremos los testigos? ¿Qué alcanzará o no a decirse, a entenderse, a darse a conocer?
Perseguir una ausencia como a un conejo, o en medio de la nebulosa ver.