Fuego frío - Zancada
24730
wp-singular,post-template-default,single,single-post,postid-24730,single-format-standard,wp-theme-stockholm,ajax_fade,page_not_loaded,,select-theme-ver-4.1,menu-animation-line-through,wpb-js-composer js-comp-ver-5.2,vc_responsive

Fuego frío

textos de Fabio Kacero y visuales de Nils Nova


Nils Nova

 

FUEGO FRÍO

Me desnudé, dejé la ropa doblada sobre una silla
y pasé a través de la cámara de radiaciones
montada en el laboratorio de mi casa.
Unos minutos más tarde, mi cuerpo
ya no se veía reflejado en los espejos.
No era la primera vez que, tras años de investigación
e infinidad de intentos fallidos,
lograba hacerme invisible
(eso había ocurrido dos meses atrás,
el mismo día, recuerdo, que mi hermana
me había anunciado su embarazo),
pero sí la primera vez
que en esa condición saldría a la calle.
Abrí la puerta de casa con el corazón palpitando,
escondí las llaves debajo de una piedra,
avancé por el caminito hasta la verja de entrada,
la pasé por encima y salí a la calle.
Eran las diez de la mañana
de un día de verano, húmedo y caluroso,
y según las pruebas que había realizado,
contaba con tres horas de invisibilidad.
Enseguida me percaté de la cantidad de detalles
a los que debía prestar atención
si no quería ser descubierto:
debía cuidarme de no tocar ni mover nada,
de no mojarme los zapatos en un charco de agua
y dejar huellas que me delataran,
de no interponerme delante de nadie
(una niña vino corriendo hacia mí
y apenas la pude esquivar),
y de no hacer ningún ruido.
El paseo resultó una aventura emocionante,
y entre la excitación y el riesgo de ser descubierto,
terminé cometiendo un descuido elemental;
pasaron las tres horas y de pronto
me encontré desnudo en una plaza,
visible a plena luz del día.
En ese momento yo estaba junto a un banco,
escuchando la conversación de dos chicas
con uniforme de colegio,
y solo atiné a salir corriendo para esconderme
detrás del árbol más cercano.
Pero las chicas me vieron
y sus gritos alertaron a un policía,
que corrió tras de mí y me apresó.
Poco después vino un patrullero
y me llevaron a la comisaría.
Primero me tomaron mis datos,
y luego esperé hasta que me hicieron pasar a una oficina
donde me interrogó el comisario en persona.
«¿Se puede saber qué hacía desnudo en una plaza?»,
comenzó preguntándome el comisario,
un hombre gordo y pálido, que se hallaba sentado
detrás de un gran escritorio con tapa de vidrio,
recibiendo el aire de un ventilador de pie
que producía un mínimo aleteo en algunas fotos y papeles
pegados en la pizarra de la pared opuesta.
«No sé, no me acuerdo de nada», contesté.
«¿No se acuerda de nada, eh?».
«Algo, sí… sólo el principio…
Yo estaba en la terraza de mi casa,
practicando mis ejercicios diarios de Tai-chi
(no mentía al decir que practicaba Tai-Chi en la terraza),
y de repente vi descender un enorme cilindro de luz
que me encegueció, y… «.
«Ah, ya entiendo, unos marcianos lo secuestraron,
lo pasearon por el sistema solar en su plato volador,
y después, casualmente, lo dejaron en la plaza
desnudo junto a esas chicas».
El interrogatorio se prolongó por media hora
(incluyendo una interrupción de diez minutos
en la que me quedé solo en la oficina),
y el comisario me despidió con una advertencia:
«Si lo encontramos de nuevo
haciendo exhibicionismo por ahí,
lo espera –y señaló un calabozo– esa confortable habitación».
Una semana más tarde, pese a la advertencia del comisario,
yo estaba otra vez en la calle, desnudo e invisible;
y todo ese verano seguí saliendo con frecuencia;
a veces también por las noches.
No volví a repetir el error de mi excursión inicial,
pero dejé de ser tan cuidadoso,
y sólo por diversión, cometía pequeñas travesuras
que me exponían a un riesgo innecesario:
pasaba hablando o riendo al lado de la gente,
les soplaba en la nuca o el pelo,
daba golpecitos las ventanillas de los autos
detenidos en los semáforos,
levantaba pequeños objetos del suelo,
sólo para ver las expresiones de estupor
que ponían las personas en presencia de un objeto
flotando delante de sus ojos.
Una tarde, a la vuelta de una de mis excursiones,
al querer sacar la llave escondida debajo de la piedra
no pude hacerlo; mi mano parecía estar hecha de aire
y atravesaba la piedra sin moverla.
¿Qué me estaba pasando?, me pregunté alarmado.
Tal vez la constante exposición a las radiaciones
de la cámara invisibilizadora
(el fuego frío llamaba yo a esa radiación)
podría haber sido la causa. No estaba seguro.
Como fuera, mi cuerpo, ahora,
evidentemente, además de invisible
se había desmaterializado.
En ese caso, pensé, no necesitaba la llave para entrar a la casa.
Y estaba en lo cierto.
Crucé de un lado a otro de la puerta sin ninguna dificultad.
A la mañana siguiente me desperté
creyendo que lo que había ocurrido la jornada anterior
había sido sólo un sueño,
pero cuando me levanté y fui al baño
y quise abrir la canilla de la pileta,
no pude hacerla girar;
y cuando quise abrir un cajón de la cocina,
no pude abrirlo;
y cuando quise poner la pava en el fuego…
Hice un último intento por morder una manzana
directamente de la frutera, y mi boca
se cerró sobre la manzana, que permaneció intacta.
Salí a dar una vuelta para tranquilizarme
(ni siquiera me molesté en esquivar a nadie)
y volví cerca del mediodía.
Con el transcurso de las horas
mi inquietud iba en aumento;
Incapaz de tocar o mover objetos, ¿qué podía hacer?
Me sentía muy extraño, y la posibilidad
de que mi estado incorpóreo fuera irreversible me atemorizaba.
Además, a corto plazo, existía una cuestión preocupante:
si no conseguía alimentarme,
en pocos días moriría de hambre.
Pronto comprobé sin embargo
que esta preocupación no tenía motivo,
porque a partir de entonces ya no necesitaría
comer o beber para subsistir.
Y con la falta de necesidad, llegaría hasta a olvidarme
de la sensación de tener hambre o sed.
Pasó el verano y para comienzos de otoño
ya me había resignado a la idea
de que nunca más recuperaría
mi condición visible y material.
Durante un tiempo conservé la percepción
de la forma de mi cuerpo
(su contorno, la ubicación de la cabeza,
de los brazos, de las piernas,
y los movimientos que realizaban),
del mismo modo, probablemente, que esas personas
que pierden un miembro –en mi caso todo el cuerpo–
y todavía lo sienten como si estuviera ahí.
De a poco, sin embargo, esa percepción
también se fue diluyendo,
y llegó un momento en el que me resultó imposible saber
si me encontraba en alguna posición en el espacio
(como estar parado o acostado, por ejemplo)
o si era más pequeño que una nuez
o más grande que un yate.
Mientras yo fluctuaba entre nueces y yates,
el misterioso suceso de mi desaparición
había puesto en marcha una investigación policial
y una intensa búsqueda de mi paradero,
que estuvieron a cargo del mismo comisario
que me había interrogado unos meses atrás.
El comisario se acordaba del nudista de la plaza,
y sospechaba que el incidente constituía
una clave para resolver el caso.
El otro elemento relevante, sin duda,
era mi laboratorio y sus extraños aparatos.
Pero la probable relación de éstos con los hechos
nunca llegó a esclarecerse:
un perito de la policía científica,
que manipulaba con imprudencia el condensador de iones,
provocó un incendio que destruyó
casi la totalidad del laboratorio.
¿Cómo era posible que alguien se esfume
de la faz de la tierra sin dejar rastro?,
se preguntaba el comisario delante de mi foto
clavada en la pizarra de su oficina.
Nunca encontró la respuesta a esa pregunta,
y sólo muchos años después, ya retirado,
más gordo y más pálido,
volvería a hablar de mi caso
en una entrevista que le realizó un experto en ovnis,
que sostenía que mi desaparición
(coincidiendo con la fantasiosa coartada
que yo había esgrimido en su momento)
se trataba de un caso típico de abducción extraterrestre.
Para ese entonces mi madre ya era una anciana
(papá había fallecido cuando yo era adolescente),
y la cuidaba mi hermana menor,
la única persona en el mundo
a la que yo le había revelado el secreto
de mis experimentos con la invisibilidad.
Y era natural que ella lo supiera,
ya desde chicos éramos muy unidos y confidentes,
y fue a temprana edad que desarrollamos el sentimiento
que seguimos conservando de adultos:
el de ser nosotros dos contra el mundo.
Mi hermana debía consolar a mi madre,
que nunca perdió las esperanzas
de que su hijo regresara algún día,
pero ella, que sabía mi secreto, no compartía esas ilusiones,
y creía que yo, quizá con éxito, había logrado desaparecer
(porque de hecho había desaparecido),
pero que a la vez, ese éxito
me había conducido a un fracaso: la muerte.
No, querida hermana, yo no había muerto;
lamentablemente el mundo material
estaba fuera de mi alcance,
y no tenía manera de hacerte saber,
ni a vos, ni a nadie, que existía.
Yo era ¡ay! el único testigo de mi existencia.
Una existencia que había quedado reducida
a una pura conciencia que, privada de las distracciones
provistas por el cuerpo y los sentidos,
ya no tenía donde huir de sí misma.
Sin embargo exagero; mi desconexión con el mundo
no era total, y todavía me acompañaban
(nunca más justo un verbo)
algunas de esas antiguas distracciones sensoriales:
podía ver y oír, aunque no como antes,
sino de un modo que se me ocurría comparar al de los sueños,
en los que se ve con los ojos cerrados
y se oye sin oídos.
También podía moverme en el espacio,
aun cuando no ocupara ningún lugar,
y la sensación, incluso, fuera la de estar inmóvil.
Y otra cosa que conservaba era mi memoria:
sabía quién era, o mejor dicho, quién había sido.
Pero, ¿cuánto tiempo más permanecería así?
¿Se extinguiría alguna vez mi conciencia?
Me hago estas preguntas
porque ya ha pasado mucho tiempo
desde que me encuentro en este limbo mental,
y hoy en día, es mi hermana, no mi madre, la que es una anciana.
Hacía poco ella había sufrido un desmayo
y la tuvieron que internar en una clínica para hacerle estudios.
Se había dado un fuerte golpe al caer desmayada,
y si bien no tenía ningún hueso roto
y su condición física general era buena,
había empezado a perder lucidez
y por momentos desvariaba , y confundía,
o directamente no reconocía, a quienes la iban a visitar.
A uno de sus hijos que fue a verla a la clínica,
lo llamó por mi nombre.
«Acercate –le dijo ella–, vení que quiero darte un beso
¿Dónde te fuiste tanto tiempo?
Al final mamá tenía razón, ella estaba segura
de que vos un día ibas a volver».
El hijo se aproximó a la cama sin decir nada,
y su madre lo tomó de la mano y lo atrajo hacia sí.
Le acarició el pelo y la cara,
y repetía mi nombre mientras lo miraba
con ojos húmedos de felicidad.
Más tarde, cuando él se fue,
ella se quedó hablando sola, en voz baja,
como si siguiera conversando conmigo.
Mi pobre hermana, pensé, comenzaba a vivir
en su propio limbo mental,
y nuestras soledades ahora
–y quizá la de todos al fin y al cabo–
en cierto modo se parecían.
Yo también, como ella, estoy hablando solo,
pero ella al menos, en su soliloquio,
creía estar hablando con alguien;
yo, en cambio, no tengo ese consuelo;
el consuelo de olvidar
que nunca habrá nadie ahí para escucharme,
y que siempre será nadie, o casi nadie,
el que cuente mi historia.

 

***

 

PASO NÚMERO NUEVE

Caminó hacia la pared que tenía enfrente
contando los pasos en voz baja
y se detuvo justo unos centímetros
antes de tocarla.
Contó ocho pasos.
Allí se quedó inmóvil, con los ojos cerrados,
y se concentró pensando que él,
la pared y todas las cosas sólidas que lo rodeaban
estaban hechas de humo
de diferentes formas y colores.
Y se dijo: un paso más y estaré del otro lado.
Respiró profundo varias veces,
y por fin, a la cuenta de «nueve»,
dio un paso decidido hacia adelante.
Un segundo después ya se hallaba
del otro lado de la pared.
¡Lo había logrado!
¡Había traspasado la materia!
Poco le duraron sin embargo
la alegría y el asombro,
provocados por el prodigioso hecho.
Apenas abrió los ojos,
se dio cuenta de que la pared que acababa de atravesar
era la medianera de su edificio,
y que él, ahora, se encontraba
a diez metros del suelo.
Sintió vértigo y terror, pero no cayó.
Permaneció por unos instantes suspendido en el aire
y luego un viento suave lo empujó hacia arriba
y lo elevó por encima de la terraza de su edificio,
desde donde pudo observar
un hermoso atardecer sobre el río.
El viento continuó elevándolo,
y a medida que remontaba las alturas
notó que su cuerpo se deformaba,
que perdía sus contornos,
y que los colores de su ropa
–el azul del pantalón de jean,
los rombos verdes y anaranjados del pulóver,
el marrón claro de los zapatos,
y el más oscuro del pelo,
incluso el rosa pálido de su piel
y el rojo de su sangre–
se dispersaban en el aire
dejando tras de sí
una estela de humo colorido.
Pocos minutos después,
inadvertida por los transeúntes de la calle,
la pequeña nube multicolor
se desvaneció sin dejar rastro
en el cielo de la tarde.

 

Nils Nova

 

***

 

UN MUNDO TRAS OTRO

El uniforme del soldado
extendido sobre la hierba de un campo
al costado de una ruta,
tenía manchas de barro y sangre seca,
y un agujero de bala, con los bordes renegridos,
junto al bolsillo superior izquierdo de la camisa,
que conservaba una sola charretera
y tres botones de metal oxidado.
Del uniforme (sin casco ni botas, sólo camisa y pantalón)
provenía una voz, la voz del soldado,
que me hablaba y narraba algunos hechos de su vida,
de su infancia y de su juventud,
de un amor interrumpido por la guerra,
y de una batalla en un bosque
(que supuse era el que yo divisaba al final del campo)
donde habían muerto muchos de sus compañeros,
y donde, probablemente, aunque no lo dijo,
él también había muerto:
Arreciaban las bombas de los cañones enemigos,
la tierra se sacudía como si fuera a abrirse a nuestros pies,
el resplandor de los fogonazos iluminaba el cielo,
ardían los árboles como antorchas,
y el humo dispersaba el olor
de la madera y la carne quemada.
La voz calló por un instante, y luego añadió:
Si los bosques tuvieran un alma,
el alma de ese bosque
habrá quedado perturbada para siempre.
El uniforme exhaló aire por el agujero de bala,
como si se desinflara en un prolongado suspiro.
Unos segundos después vi algo pequeño y brillante
que salía de un pliegue de la ropa
y se deslizaba entre la hierba.
Al principio creí que se trataba de algún insecto,
pero no; era un anillo
que rodaba en perfecto equilibrio
y parecía impulsarse por una fuerza propia.
Atravesó el campo en dirección opuesta al bosque
hasta que llegó a la ruta, por donde continuó su marcha,
andando por el medio del asfalto, cada vez a mayor velocidad.
Yo lo seguía detrás ya casi a la carrera
cuando de la nada apareció otro anillo
que venía en dirección contraria, a una velocidad similar,
y justo, con precisión milimétrica, chocaron de frente.
En ese momento se escuchó un tintineo,
un sonido leve, que sin embargo se amplificó
(como si alguien de repente
hubiera girado una perilla de volumen al máximo)
y se propagó por el espacio en una poderosa onda vibratoria.
El sonido reverberó en mi cuerpo, y en la tierra a mi alrededor,
y simultáneamente en las distantes torres eléctricas,
que resonaron como gigantescos diapasones.
Luego los anillos dieron vueltas,
aproximándose en espirales (como una danza de planetas
que se atraen por sus mutuas gravedades),
para finalmente caer al suelo y quedar encimados uno sobre otro.
Yo me agaché para recogerlos y los examiné;
eran dos alianzas de compromiso,
de color ámbar, lisas y sin inscripciones.
Acerqué uno de los anillos a mi dedo anular para ponérmelo,
pero un pájaro pasó chillando por encima
de mi cabeza y me interrumpió.
Alcé la vista, protegiéndome con un brazo,
y seguí al pájaro con la mirada mientras se alejaba;
el cielo, que poco antes había estado despejado,
ahora acumulaba nubes grises y amenazaba tormenta.
Volví sobre mis pasos por la ruta desierta;
las primeras gotas de lluvia caían
sobre el uniforme del soldado.
Regresé a la ciudad con los anillos,
y los coloqué en una cajita de vidrio,
en un estante de mi biblioteca, y ahí los dejé.
Con el tiempo llegué a olvidarme de ellos,
pero en una ocasión, buscando un libro,
miré dentro de la cajita
y vi que los anillos habían cambiado;
se veían borrosos, fuera de foco,
y al tocarlos sentí que la superficie vibraba,
como si sus átomos se agitaran en su interior.
Comencé a observarlos a diario
y no tardé en darme cuenta de lo que pasaba:
los anillos estaban desapareciendo.
Una mañana fui a mirar la cajita y la encontré vacía.
Lamenté la pérdida de los anillos,
pero me consolé pensando
que tal vez, así como habían desaparecido,
podrían volver a aparecer.
Y no me equivoqué, aunque nunca hubiera imaginado
la forma en la que reaparecerían.
Un día estaba yo en mi casa, a punto de subirme
a una escalera plegable
para cambiar una lamparita del techo,
(habría pasado más de un año desde
que los anillos habían desaparecido),
y de repente, al apoyar el pie
en el primer escalón de la escalera,
escuché un sonido que reconocí de inmediato:
era el mismo que había escuchado aquella vez en la ruta
cuando los anillos habían chocado.
El mismo sonido, ligero y cristalino al principio,
que en instantes se transformó en una onda
expansiva de energía vibrante
que hizo resonar mi cuerpo, y todas las cosas de la habitación,
incluida mi gata, a la que se le erizaron los pelos,
y cerró los ojos, con una expresión que me pareció de placer.
En ese momento, supe, con una certeza inexplicable,
que los anillos, no sólo seguían existiendo,
sino que también habían
recuperado su forma material,
aunque no en este mundo sino en otro,
y que en ese otro mundo
se habían vuelto a encontrar.
A partir de entonces, cada cierto tiempo,
el evento del sonido se repetía,
y su causa, para mí, no podía ser otra
que una nueva reunión de los anillos en un nuevo mundo.
¿Sería ese su destino?, me preguntaba,
¿perderse y encontrarse por siempre,
en un mundo tras otro?
¿Y qué clase de sonido era ese,
capaz de resonar al mismo tiempo
en mundos separados por distancias siderales?
A esa altura, en mis pensamientos
que fácilmente se extraviaban en divagaciones místicas,
imaginaba un coro de proporciones cósmicas
formado por innumerables mundos
entonando, en simultáneo al encuentro de los anillos,
una sola nota al unísono.
Coincidencia o no con los hechos,
en los últimos años mi audición
había disminuido drásticamente,
y además sufría de mareos bastante frecuentes,
lo que me llevó a hacer una consulta médica.
La audióloga que me atendió,
en una moderna clínica de mi obra social,
me examinó con un aparato que introdujo en mi oído,
y me hizo una serie de preguntas;
una de ellas fue si yo solía
estar expuesto a ruidos fuertes.
Escucho un sonido, una nota…, empecé a decir,
pero me contuve a tiempo. Si le contaba la verdad,
lo más probable hubiera sido que me derivaran
a otra sección de la clínica.
Al salir del consultorio, con unas cuantas órdenes
para realizarme estudios,
una frase suelta de una conversación llegó a mis oídos
(en el lugar lo vas a ver o en el lugar lo vas a saber),
y la interpreté como un mensaje dirigido hacia mí.
El sentido estaba claro:
El «lugar» no era otro que el campo
donde había encontrado el uniforme del soldado,
y allí debía regresar, si quería «ver» o «saber»,
o ambas cosas a la vez.
Pero existía un inconveniente:
no sabía dónde quedaba el campo;
y no lo sabía, porque si bien me acordaba
perfectamente del lugar,
no recordaba en absoluto cómo había llegado,
ni tampoco cómo había regresado
después a la ciudad.
De todos modos, y a pesar
del problema que representaba
el incomprensible blanco de mi memoria,
no me demoré en comenzar la búsqueda.
Todos los fines de semana,
salía con el auto sin rumbo fijo,
y recorría las rutas de la provincia.
Así estuve durante meses, hasta que una tarde
volviendo de uno de esos recorridos
(cansado y con la sospecha de que la empresa
era una pérdida de tiempo)
ocurrió lo que ya no esperaba.
Yo iba manejando por una ruta solitaria,
cuando noté algo que me llamó la atención:
el auto que iba delante mío,
tenía una patente dorada, lisa y sin números,
y su reflejo parecía apuntarme con insistencia a los ojos.
Intenté pasarlo pero fue inútil;
cada vez que yo aceleraba, el otro auto también aceleraba,
manteniendo siempre una distancia exacta del mío,
tan exacta que daba la impresión de que ambos vehículos
estaban unidos por un hilo invisible,
que no se estiraba ni se contraía un milímetro.
Al cabo de casi dos horas de andar así
(en el trayecto se hizo de noche)
vi aparecer a mi derecha unas torres eléctricas,
y tuve la inmediata intuición
de que eran las que recordaba.
Aminoré la velocidad
y una rápida observación del paisaje
me bastó para convencerme
de que me hallaba en el lugar
que había estado buscando.
Me detuve a un costado de la ruta y bajé.
El auto de la patente dorada, en cambio,
siguió de largo y se desvió
bruscamente del camino
(el hilo invisible se habría cortado)
dirigiéndose a toda velocidad y a los tumbos
hacia las torres eléctricas,
resplandecientes bajo la luz de la luna.
Me quedé contemplando la escena por un rato
y luego me volví y caminé
por el campo en dirección al bosque,
ese bosque que, según las últimas palabras del soldado
grabadas en mi memoria,
de poseer un alma habría quedado
perturbada para siempre.
Avancé expectante, dando pasos cuidadosos
entre la hierba alta y húmeda de rocío,
(por suerte la claridad lunar me permitía ver por dónde pisaba),
y poco a poco me fui aproximando al bosque.
A escasos metros de los primeros árboles,
había un alambrado con postes de madera;
hubiera podido traspasarlo,
pero el fuerte chillido de un pájaro
me hizo cambiar de idea: así como antaño
un pájaro había pasado chillando sobre mi cabeza,
y había evitado que me pusiese uno de los anillos,
ahora me advertía que no debía ir más allá.
Del otro lado del alambrado,
justo al comienzo de la espesura,
divisé una casa, cuyos contornos
se perdían en la oscuridad.
La casa tenía una ventana iluminada
a través de la cual podía ver una habitación vacía,
y dentro de ella a un hombre y una mujer, jóvenes,
parados uno frente al otro,
lo suficientemente cerca
como para poder tocarse
si uno de ellos estiraba el brazo.
Las dos figuras, envueltas
en un tenue resplandor ambarino,
permanecían inmóviles y se miraban en silencio.
Él llevaba puesto un uniforme de soldado,
posiblemente el mismo que yo había encontrado
tendido sobre la hierba, la primera vez,
con la diferencia de que éste lucía impecable,
sin una mancha y sin el orificio de bala.
Como si aquella batalla en el bosque
en la que el soldado había muerto, pensé,
jamás hubiera existido.

 

***

 

SALIR Y ENTRAR

Salió de su cuerpo
y entró en una valija que se deslizaba
por la cinta transportadora de un aeropuerto.
Un rato después, salió de la valija
y entró en un gato dormido,
que en ese momento, sintiendo un cosquilleo
en su interior, se despertó.
Salió luego del gato
y entró en la funda de una guitarra eléctrica.
Salió de la funda de la guitarra
y entró en la estatua de terracota
de un guerrero chino de tamaño natural.
Salió de la estatua
y entró en un horno microondas
mientras se calentaba una porción de arroz con pollo.
Salió del horno microondas
y entró en un lápiz de labios
con el que una mujer se pintaba frente al espejo.
Salió del lápiz de labios
y entró en un arroyo, donde vio, desde abajo del agua,
a un chico jugando en la orilla.
Salió del arroyo
y entró en la maqueta de un edificio,
en un estudio de arquitectura.
Salió de la maqueta
y entró en una polilla nocturna en pleno vuelo.
Salió de la polilla
y entró en una torta de cumpleaños,
que más tarde cortaron con un cuchillo,
repartieron en pociones y se la comieron.
Salió de la torta,
ya medio digerida en las entrañas de alguien,
y entró en una sábana colgada
secándose al sol en una terraza.
Salió de la sábana
y entró en un viejo satélite
exhibido en un museo del espacio.
Salió del satélite
y volvió a entrar en su propio cuerpo muerto,
al que intentó hacer mover
pero no pudo.

 

Villa Cavrois, instalación de Nils Nova