La democracia está en peligro pero no sé si estamos dispuestos a salvarla
por Cristian Gómez Oivares y Diego Maxi Posadas
LA DEMOCRACIA ESTÁ EN PELIGRO PERO NO SÉ SI ESTAMOS DISPUESTOS A SALVARLA
por Cristian Gómez Oivares
Cuando damos un paso adelante y dos atrás.
Cuando buscamos el final del siglo veinte
en la guía telefónica. Cuando le escribimos
a nuestros amigos y nuestros amigos no nos
escriben. Cuando las murallas son nuestra forma
de aprendizaje. Cuando la Facultad de Filosofía
y la Facultad de Humanidades. Cuando el Baquedano,
cuando Las Terrazas. Y alguien te susurra por piedad al
oído: “Homero es una invención decimonónica, Lima
no es tan horrible después de todo, la macrocefalia
es la maldición de la poesía chilena”, sabes que es hora
de levantarte de esa mesa, de dejar un par de billetes
que todavía estén en circulación y no mirar atrás.
Las servilletas bañadas en carmín son como el rastro
de tu sangre sobre la nieve. Las sillas encima de las mesas,
un sello más en el pasaporte. El barquero que atraviesa
el lago maneja un colectivo. Amigo pa’ dónde va
me pregunta a través del espejo retrovisor: yo veo sus
ojos mirándome, podríamos decir al alimón, si tuviéramos
delante de nosotros una hoja y esta última línea
sellara como una firma el testamento.
DE DESNUDA QUE ESTÁ, BRILLA LA ESTRELLA
Según me dicen mis amigos que vivían en el campo
pero despreciaban la poesía de Barquero, fueron
los dueños de fundo los que organizaron las primeras
rondas nocturnas. Llegaban a golpear las puertas
cuando era ya muy tarde, todo el mundo durmiendo
se despertaba con los gritos y las amenazas. Las elegías
en ese entonces se escribían de antemano. La ropa
olía siempre a cigarrillo. Los poemas a rosas arrancadas
del rosal. Incluso más de alguna vez echaron una puerta
abajo, no importaba que hubiera niños y mujeres, los platos
tienen que estar humeando, no es lo mismo cuando se cocina
a leña, la forma que tenemos de relacionarnos con la miel
dice más de nosotros que nuestras piernas cruzadas mientras
bebemos en una mesa saturada de conocidos y desconocidos,
los campesinos viven tanto en el campo como en la ciudad
y ocupan los puestos más codiciados por francmasones
y radicales, las mujeres de los campesinos se dedican
a parir por una cuestión de supervivencia, los dueños de
fundo persiguen a los hombres lobo que han salido
del bosque y los mercados se derrumban ante el anuncio
de la llegada de los esclavos de las Indias Occidentales
en lugar de los esclavos que esperaban del África Central:
un exilio imperfecto le hizo aprender la lengua que hablaban
sus padres. Agréguenle un par de reuniones, dedicatorias
en la primera página de un libro y un estilo inconfundible para
dar las gracias cuando no era necesaria darlas: como las ollas
tiznadas que los habían alimentado como los braseros
prendidos hasta que orinábamos en ellos despreciaban la poesía
añosa y polvorienta de esos años rescoldos que se negaban
lumbre que seguía estrellas en un cielo de carbón
nuestra vista levantada buscándolas para perdernos.
UNA ESTACIÓN DE BUSES EN CUALQUIER
LUGAR DE ESPAÑA
Un señuelo para ver si pican.
El pescador se puede pasar horas
(días si las contamos juntas)
a la espera de alguna señal.
Los ve pasar delante suyo
y piensa que ya están casi
listos. Sabe, en su interior,
que algo va a ocurrir, no está
del todo seguro si van a picar
con fuerza como para recoger
la liza a todo lo que den sus brazos
o si tendrá que ser paciente
hasta que el anzuelo esté en lo más
profundo. Ya ha pasado por lo mismo
y la decisión es el instinto. La piel
es la que manda. Ni tiene una idea
muy clara del tamaño de los que están
nadando. Sabe, claro, cómo son
los peces de este río. Sabe la época
del año en que ya están gordos.
Deja vagar la mente y sigue atento.
Mira a la distancia sin sacarle
la vista al agua. En ese momento
llega un bus y se bajan todos
los pasajeros.
Es la hora.
GUY MONTAG
Leo los libros que no ha terminado mi hija.
Farenheit 451, El segundo sexo, La otra historia
de los Estados Unidos. Busco hasta qué página
llegó, me detengo en las frases subrayadas.
Me pregunto a cada instante por qué no los habrá
terminado. Y de ahí me largo: qué va a hacer cuando
salga del colegio, de qué va a vivir, con quién va
a vivir, voy a ser abuelo algún día, tendré
que pagarle el arriendo de una casa
cuando sea ya una mujer adulta (como
lo han hecho, más de alguna vez
mis padres conmigo). Doy vuelta la página
y veo que Ray Bradbury dice que hay un tiempo
de echar abajo y un tiempo de construir.
Un tiempo de guardar silencio. Un tiempo de hablar.
Vuelvo a colocar los libros en su repisa. Salió
con su madre a comprarse ropa para una fiesta.
Hace poco mis padres nos visitaron después
de catorce horas de vuelo. Mi viejo me regaló
una chaqueta y un pantalón porque –según dijo–
lo primero en que se fijan los alumnos, etc.
Este es un tiempo de guardar silencio.
De sacudir el polvo del lomo de esos libros.
Echar abajo es lo mismo que construir.
Una novela de ciencia ficción.
Convertida en un libro de historia.
BORSALINO
Mi abuelo no era fabricante de sombreros.
Trabajaba en una fábrica donde los hacían.
Empezó a los nueve años pero no me acuerdo
del resto de la historia. Todavía están guardados
esos restos de una historia familiar que a nuestro
Kenneth Goldsmith no le interesan. Pero desde
los nueve años fue un obrero y saludó el paso
por la Alameda del presidente Emiliano Figueroa
(tal vez los popes sepan perdonar). El concilio
vaticano segundo, es mi deber recordárselos,
permite la homilía en otras lenguas que no sean
el latín. Se abandonó además la práctica del púlpito.
Y la acentuación en la segunda, la sexta y casi
la postrera. Haya sido lo que haya sido mi abuelo,
merece la memoria de la casa en Borodin, luego
la casa en Haydn, calles de un barrio y el temprano
contacto con la música que no me llevó a ninguna
parte: la primera comunión, las manos juntas,
el proletariado urbano preparándose para rubricar
un tratado de paz que no los incluía, un armisticio
donde la puerta hay que cerrarla por afuera
no es una exageración ni tampoco una verdad
que vaya a encontrar en los libros: es una fecha
esculpida con tacto sobre una piedra debajo
de la cual yace un viejo parecido en la forma
y en el fondo al hijo de su hijo. Los caballeros
los usaban para hacerle honor al nombre.
El nieto de un obrero sabe cuándo quitárselo.
DIBUJOS
por Diego Maxi Posadas
A partir del Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra de Brasil, lápiz, pastel, photoshop.
A partir del Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra de Brasil, lápiz, pastel, photoshop.