La noche de las horribles langostas
cuento de Patricio Hierro, visuales de Laura Saskor, video de Patricia Jawerbaum
Laura Saskor, pastel óleo sobre papel etc.
En esa noche de frío y de nieve ocurrieron dos cosas: un gato negro fue masacrado por las langostas mecánicas y Parco Parca supo que era un Don Nadie. Esta revelación fulminante le hirió el corazón. Pero el corazón de Parco Parca ya era una increíble materia desintegrada sin latido alguno. ¿Cómo podía seguir viviendo con esta máquina rota dentro de su pecho? Pues porque la rutina, la inercia de la angustia y una pereza lindante con el infinito lo mantenían atado a la rueda de los días. Quería escaparse de semejante nulidad. Ya no quedaban para él cosas interesantes sino caídas de todo tipo. Pozos rebosantes de ácido y de espectros se abrían a su paso. No había un momento en que no sufriera, ya sea por motivos reales o inventados o soñados. Era incapaz de mirar a los ojos a las personas porque veía en ellos figuras que lo aterrorizaban. Por esto lo trataban de hosco, de loco y de estúpido. Parco Parca descubrió que la gran mayoría de la gente detesta que no se la mire a los ojos cuando se habla y se conversa. Incluso una vez, en una tarde terrible, una mujer grande que tenía una peluca rubia descomunal le pegó una cachetada sonora. La mujer estaba ofendida sobremanera porque Parco (ese hombre raro y torpe que llegó al lago caminando y comiendo alfajores) no la había mirado ni una sola vez a los ojos cuando ella le preguntó por la ubicación de los baños.
Así las cosas.
La noche en que supo que era una ruina humana Parco había llegado del trabajo muy tarde, entre las calles llenas de piedras, barro y hielo. Después de estar en una esquina mirando el cielo y fumando, entró en su casa. El cielo que miró era una placa vacía de metal opaco, una gran mancha de ceniza que tragaba sol y lo escupía en forma de granizo. Parco pensó que el color de ese cielo podrido era el mismo que tenía su corazón. Un puño de color metálico que estaba cansado y no servía para poner a su cuerpo junto a los acontecimientos de los días. No latía a ritmo con el cosmos. No estaba en un pecho firme que recibía los terrores de las mañanas, seguro y fuerte. Era un aparato que se apagaba lentamente, una bomba de células unidas para vivir que se estaba desintegrando bajo la presión constante de la muerte y la decadencia. Un corazón de tormenta invernal en el fin del mundo, en un pueblo donde los perros enloquecían por las noches y las caras de las personas estaban dobladas por la ambición. Había ido por trabajo. Estuvo meses buscando y tocando puertas que se cerraban con violencia, hasta que un día le dijeron que sí, que podía trabajar y quedarse. Esto no lo alegró, pero sí lo alivió. Una fina línea destructiva le nació en la espalda. Esta fisura crecería con prisa. Durante el primer día fue un detalle invisible y Parco no sintió nada. La fisura iba por dentro, viajaba con la sangre y se esparcía por todo el cuerpo. Los días idénticos, el silencio, el temor de perder el trabajo y el cansancio multiplicaban la fisura. Cobró el primer sueldo. Tocó el dinero y una náusea ardiente le aflojó las piernas. Fue hasta el río. Miró el agua. Estuvo sentado en el puente, sin pensar, ausente y menos sustancial que las formas plateadas de los peces en el fondo del agua.
Laura Saskor, tizne sobre papel etc.
*
La casa de Parco es pequeña, vieja como la maldad y, encima, está a punto de romperse. Esto a Parco no le importa en lo más mínimo ya que su mente se ha ido muy lejos ya y es imposible que regrese. De modo que los múltiples acontecimientos de lo que se llama Mundo Real no lo pueden tocar. La mente de este señor de treinta años es un artefacto descompuesto. Si pudiéramos ver dentro del cráneo descubriríamos un apretado mecanismo, hecho de cables pelados, tuercas oxidadas, tornillos gastados, tubos agrietados; y engranajes con los dientes mellados por los años, la mala vida, el aire rancio de la soltería y los diversos golpes traumáticos que sufre todo ser humano por el hecho de andar sobre dos piernas. La cabeza de Parco se ha quebrado hace mucho tiempo, en una tarde de julio y cuando tenía veinte años. Fue tan horrible el acto que le tocó soportar que lo olvidó luego para poder sobrevivir. Desde esa tarde su cerebro y sus componentes sensibles funcionan entre fricciones sin lubricar y piezas partidas que producen el sobrecalentamiento de toda la máquina. Tal rotura se dibuja en la cara y los gestos de Parco, que debe aparentar racionalidad y buena presencia de espíritu a pesar de estar devastado por dentro. Los días se amontonan uno sobre otros, siempre mortales y preciosos, y Parco Parca se vuelve cada vez más viejo, más roto, más cosa que pronto no servirá y pasará a ocupar el taller enorme donde se apilan los muñecos abandonados por la vida. Una miseria mental.
Piensa hacia atrás y tropieza con nimiedades que un niño de siete años puede resolver sin demasiadas complicaciones. Una de las razones por las que está tan arruinado es que siempre, incluso desde niño, valoró los hechos en función de su belleza y no de su utilidad. Semejante error de cálculo precipitó la pobreza y todas las incomodidades que acarrea. Parco ignoró (e ignora) que la vida madura es bien simple y contundente en su base. Las personas deben trabajar, acatar las órdenes sociales, hablar poco y acumular bienes hasta que la edad permita el retiro jubiloso y el merecido descanso. Fuera de estas coordenadas no hay sino demencia y soledad. El individuo que trate de seguir un camino absolutamente personal y levantar un mundo a su medida será puesto de rodillas ante el Gran Dios de la conformidad y deberá retractarse de su rebeldía. ¿No es una maravilla? El resto es palabrerío. Que todo, señores y señoras, queda debidamente archivado por escrito, triplicado y sellado y firmado por las autoridades competentes.
**
La noche en que Parco Parca descubrió que era un Don Nadie un gato gordo y negro que trepaba un árbol murió. Fue instantáneo y fulminante. Cuando las garras del animal estaban hincadas en el tronco blando del pino, una langosta apareció de un hueco. La langosta era de metal, tenía varias patas verdes que emitían chispas y una coraza de púas que la cubría por completo. De su boca salió un estampido sordo y el gato cayó atravesado por una bala minúscula. Parco no se enteró de esto porque su mente nublada se encontraba en la tierra de la humillación. El cadáver del gato apenas sí tocó el suelo. Al segundo se presentaron más langostas mecánicas que llevaron al gato entre sus patas hacia un espacio oscuro de la calle. Lo levantaron, lo irradiaron con una luz violeta y entre sonidos de servomecanismos y turbinas minúsculas lo redujeron a polvo. Una de las langostas sacó de su vientre un tubo de goma que aspiró lo que quedaba. Las langostas restantes se acoplaron por las cabezas formando una gran langosta de casi tres metros de largo. La que había aspirado los restos del gato subió a ella y hundió sus patas en un orificio de color rojo. La langosta gigante se desplazó por la calle vacía y desapareció en las sombras.
Tirado en el suelo de la única habitación de su casa, vestido con un pantalón agujereado y una campera a punto de evaporarse, Parco Parca miraba el techo. El día laboral y el trato ineludible con la gente lo habían dejado de mal humor y con dolor de cabeza. Sentía en el estómago un ardor molesto, prefiguración de una úlcera violenta que meses más tarde lo partiría en dos y lo llevaría al horrible hospital, tan temido por él desde que era un niño sin juguetes.
Y ya no sabe qué hacer.
Laura Saskor, lápiz etc.
Laura Saskor, lápiz etc.
***
Estoy siempre tirado. Conozco cada detalle del techo y hablo con las figuras que mi imaginación teje en las horas muertas de la madrugada. Ya he tomado diez tazas de café negro y he mirado Blade Runner hasta el cansancio. La cara de la mujer china me llena de tristeza y la lluvia ácida de Los Ángeles me hace arrugar la cara. Así es mi noche, como en esta vieja película de ciencia ficción donde no se ve el sol porque está muerto, con basura por todas partes y una soledad tan pesada que inmoviliza la voluntad. ¿Y los animales que vi hoy en la calle son reales? Me dijeron que había cosas extrañas entre los árboles y que los vecinos buenos e higiénicos habían contratado a ingenieros en miniaturización para controlar la población de perros, gatos y tortugas. ¿Quién querría matar a una tortuga? ¿Qué clase de alma puede desear que se aplaste la cabeza pequeña de una criatura que va así, tan lenta por la tierra, con su caparazón que parece una casita tan cálida donde nunca faltan caramelos y diminutos pianos? Y con los gatos igual. ¿Por qué perseguirlos, por qué aterrorizarlos si están ahí en la noche y nos miran con esos ojos? Y los perros siempre tienen hambre y frío, son tan parecidos a mis amigos y a los locos de las clínicas. No sé por qué los niños son crueles con ellos. Otro café no me vendría nada mal. Cuando estoy en la cumbre de la ruina miro el espejo negro del café y algo de la juventud suena en mi vacío repleto de moho.
El filtro está muy sucio. Es inútil lavarlo con agua caliente. Está viejo. Tengo que comprar uno nuevo. Siempre esto: comprar. ¿Por qué es así y no de otra forma? El trueque era mejor, más inmediato, limpio y simple. El dinero ha engendrado un sistema tan complejo que para entender lo mínimo uno necesita vivir mil años dedicados sólo para estudiar economía. Soy un ignorante en temas de política y dinero. Pero he visto personas desesperadas que pasan sus vidas entre la aflicción y el miedo a causa de esas dos bestias. La política y el dinero son cavernas habitadas por ogros que manejan la sangre a su antojo. Por eso soy un Don Nadie, porque pienso así; la irracionalidad que vibra en mis ideas son el reflejo preciso de mi pésima inteligencia, una actividad mental que se complace en las naderías, en los juegos y en las imaginaciones descabelladas; con este tipo de fantasías no es posible construir nada beneficioso. La locura es esto: perder fuerza y energía cerebrales en juegos de niños cuando se es un adulto ajustado y atornillado y remachado en la viga de la realidad. Cuando escucho decir que la demencia se parece a la extrema inteligencia no lo puedo entender. Me pongo mal. Me enojo. Porque la locura no tiene nada que ver con ninguna capacidad. Es, sin más, la total ruina del cerebro y el organismo. Las cosas se deforman, el miedo crece dentro de la sangre y sube por ella hasta que la cabeza se parte de terror. Los días abren sus bocas enormes y tragan y mastican al que ya no sabe cómo hacer para vivir. La acción del pensamiento se detiene. No hay una sola idea para estar bien ni se pueden sentir las eléctricas alegrías de la invención. Simplemente no queda nada. Un agujero. Una grieta que divide la materia con la que hemos sido fabricados. La grieta sabe qué hacer. Y lo hace con precisión. Se alarga por las neuronas, busca, come y adiós racionalidad. Por fin ha ocurrido: estás loco, Parco. Hablándote solo como un viejo devorado por la tristeza. Y ya no habrá una palabra, una ciudad, una persona, un árbol o un gato naranja y gordo mirando por la ventana. Ni siquiera una lluvia. Porque tu cabeza será una cáscara quebrada y seca. Adiós. Estás lejos. Te perdiste. Lo que fuiste una vez ya no es. Muy simple y muy horrible. Pero durará poco. No te vas a enterar. Esto es la muerte. Sin necesidad de gusanos, tumbas, llantos y salmos. El cuerpo sigue. En su modo automático. Vas al trabajo, te bañás, te lavás los dientes, firmás papeles bancarios y hablás con los colegas mientras tomás mate y te reís. Y adentro anida la pudrición. Cada vez se pone más denso. Cada vez hay un crujido entre los ojos y una aguja plateada que se hunde en la debilidad del cerebro. A la noche limpiás la casa. Barrés la cocina y hablás con los gatos antes de darles la comida enlatada con hígado y caramelo. Escuchás música y te hace bien. Vas al baño. Te mirás los ojos y ahí está. Es algo que se apagó y dejó una reseca de sombra. No hay humanidad. Ya sabés que estás loco y muerto, pero mañana tenés que ir a la reunión de papás y el asco, brutal y fuerte, te ahoga la garganta y te golpea debajo de las costillas. Estoy enfermo, le decís al espejo. Una mueca de depravación te baila en la cara. Ya está. No pensé que iba a ser tan pronto. Y así de feo. ¿Y si salgo a dar una vuelta en bicicleta, por los barrios del sur y bajo una lluvia de verano? Qué pelotudo que soy. Al menos esto sí puedo entenderlo. Yo me siento mejor por reconocer mi peste. El problema, lo que me quema la razón o lo que queda de ella, es que cuando era muy joven fui lo suficientemente estúpido e ingenuo como para soñar. No es esta la palabra que tengo que usar. No me sirve. Tendría que hacerle un bollo y tirarla a la mierda. Quiero decir que tuve deseos. Quise ser una estrella de rock, un millonario excéntrico y un forzudo de circo. También se me puso en la cabeza que yo era distinto a los demás en un sentido de capacidad para vivir. Así de patético. No explicaré más. Perdí mucho tiempo, no trabajé y desperté una mañana con la madurez en la piel y pobre como una rata. Pensar y recordar: dos males que me están destruyendo.
Mi papá siempre estaba de mal humor. Decía yo no puedo parar yo no puedo parar y abría los ojos muy grandes y me miraba con rabia. Trabajaba todo el día. Nunca tuvo nada y se murió de viejo, de fracasado y rodeado de una tristeza perfecta. Yo lo quise cuando era tarde, cuando el afecto es opresivo y una molestia. Y una vez muerto y enterrado fue como si jamás hubiera existido. Hola Parco. En el espejo los años de sombra te han creado raíces nocturnas en el cuello. Son tubos de vegetales muertos que te comen la carne y se aferran a los huesos.
Papá tenía una bici de carrera que usaba para ir al taller. Me llevaba a casa en el caño cuando se hacía muy tarde. Me encantaba ir al taller. Las máquinas me hacían poner nervioso y me asustaban. Pero era una extraña forma de la emoción estar ahí, de noche y con mi papá que abría y cerraba válvulas mientras yo lo esperaba y buscaba en los cajones pastillas de menta. Nos íbamos por la calle en la bicicleta, siempre de noche y bajo cielos que ya no pueden ser porque la erosión de los años ha borrado todo vestigio de esa época. Íbamos juntos en la bici y papá decía que podía ir más rápido si yo me animaba. Yo le gritaba que sí, que quería ir tan rápido como para salir volando entre las torres de los edificios y el campanario de la iglesia. Entonces mi viejo me decía que me agarrara bien fuerte del volante, se paraba en los pedales, aspiraba una bocanada de aire, inflaba el pecho, tensaba los músculos y empujaba la bici hasta convertirla en un rayo azul de pura velocidad. Yo miraba a los costados. Las cosas se volvían manchas de tinta, los árboles eran sombras alargadas y los cables en la altura corrían al lado nuestro. Papá resoplaba y avanzaba como un bólido y yo estaba contento y me reía.
Cuando llegábamos a casa se quedaba parado junto a la bici, con los brazos colgando y la cabeza cansada entre ellos, el pelo despeinado por el viento y las piernas flexionadas. Mamá salía al escuchar mis carcajadas y asomada en la puerta se quejaba y decía que cualquier noche papá iba a quedar muerto de un ataque al corazón por hacer esos esfuerzos. Entrábamos en la cocina, comíamos y después de mirar una película nos acostábamos a dormir. En ese tiempo yo dormía con la luz encendida. Desde la pared un poster de un monstruo militar me miraba con ojos demenciales. La luz roja de la radio me tranquilizaba. Mis sueños eran verdes, verdes de pasto que se corta en una tarde de verano. Verdes de aguas en piletas inmensas donde nadaba hasta cansarme. Hoy soy un hombre grande. Vivo solo. No sueño.
****
Aunque fue muy veloz, la muerte del gato negro llamó la atención de Parco. El animal gimió cuando la bala le quebró el pecho y el ruido del cuerpo al chocar contra el suelo llegó hasta la casa. Parco estaba tomando un café, sentado en una banqueta de plástico y pensando en la porquería terrible que era su vida. Más allá de los días repetidos en la indiferencia y los actos mecánicos no había nada. Se esforzó para descubrir algún aspecto de lo real que no estuviera marcado por la degradación de las formas. Tardes enteras dedicó a mirar con atención y todos sus sentidos despiertos a un árbol, un objeto, un color, una piedra y un insecto cualquiera que pasara por ahí. Creyó ver en las alas de una abeja un patrón rítmico semejante al latido del corazón de las libélulas.
Su mente se disparó en asociaciones interminables y llegó a una conclusión descabellada que lo tuvo preso del insomnio durante casi tres meses. Es este tiempo no pagó la luz ni el gas, le cortaron el servicio de agua potable, se olvidó de bañarse y de alimentarse y su aspecto cobró la forma de un espectro salido de una pesadilla muy dura. Lo echaron del trabajo que tenía (recolectaba papeles rojos en los enormes basurales del Norte) y estuvo a punto de perecer de hambre, suciedad y demencia interpretativa. Esa noche, luego de trabajar como vigilante en un asilo de adolescentes inmundos (no existe otra categoría para los púberes, azotes del orbe), Parco, además de descubrir que era un Don Nadie, sintió el sonido fúnebre del gato asesinado.
Todos los hechos ulteriores fueron espantosos.
*****
¿Y eso? Esta es una noche fatídica. Mis huesos me lo aseguran. Las sombras se han puesto a cantar canciones de masacres y sacrificios. El café ha perdido su sabor regenerador de vida y en el fondo de la taza sólo quedan las heces. Mi vida es un asco. Estoy envejeciendo con prisa pestilente. Los ojos se me apagan de a poco y me pican con el furor de las pulgas que devoran la sustancia de la visión. No puede haber sino horror en ese sonido que llega desde la calle. Iré a ver. Y que el destino, dios cruel, me traiga lo que deba traer.
Laura Saskor, pastel óleo
El gato negro estaba en la vereda. Muerto. Era una sombra más densa que la misma noche. De la boca entreabierta le salía un fuego rojo. La lengua parecía insultar a los poderes sombríos. Parco Parca lo vio. Su reloj cardíaco, roto y viejo, se movió en una violenta conmoción. Un animal muerto siempre le causaba una impresión desagradable. Pero esta impresión se volvía un dolor agudo cuando se trataba de un gato.
Parco se acercó al animal. Se agachó y le acarició el pelo. Todavía estaba tibio y suave. Parco se lamentó. Entonó una oración fúnebre de su invención y levantando los brazos al cielo negro puso su alma (gastada) y su mejor parte de su humanidad (muy pobre) en ese acto solemne.
Desde el barro primigenio y desde los tiempos antiguos has llegado, gato hermoso, y tus bigotes detectores de alimañas le han dado a la vida una emoción de sangre agitada y de caza y de valor. Todo se muere y se va y se rompe muy rápido. Pero tu forma de gato persistirá más allá de la corrupción y la muerte, señoras y dueñas ellas de todo aquello que tiene aliento y sufre. Gato: lo que has sido en vida serás en la tierra de los muertos. Un sentido de belleza y de gracia.
Terminada la oración, Parco fue a su casa y buscó una bolsa negra de consorcio. La bendijo con una señal que había inventado y salió a la calle.
Entonces las vio.
El verde eléctrico brilló con fuerza. Una parte de la inmensa red de la noche se desgarró.
En la herida negra aparecieron seres monstruosos venidos de dimensiones inconcebibles. Se estiraron hasta salir de la red desgarrada y bajaron al suelo de la tierra para buscar alimento. Y en un temblor que era también una manera del pánico y un horror vibrante, Parco las vio por fin.
Eran tres y estaban muy atentas. Los cuerpos largos emitían rayos destructivos. En ese momento la vida de Parco fue condenada a la inhumanidad, y él, sujeto tirado a la existencia incomprensible, lo ignoraba. Era ahí, entre la noche invernal y el miedo que caía sobre el mundo como una lluvia eterna, un cuerpo con los pulsos contados. Le quedaba poca vida. Parco Parca ya había pisado su nada y su disolución.
Al principio no acertó a entender lo que veía. Aquellas criaturas no podían ser reales. Nada que tuviera esa forma era capaz de sostenerse en la vida. Era imposible. Pero estaban ahí, en la vereda de la calle y debajo de la noche que se profundizaba en absurdo y en manchas de tinta ácida.
Los bichos se movieron con asombrosa velocidad. Antes de que Parco pudiera poner el cuerpo del gato en sus brazos una nube de sangre y de pelos estalló en el aire. Fue un globo de muerte reventando en el centro de la oscuridad. Parco no supo qué hacer. Una ráfaga de terror le corrió por dentro y miró el cielo. La nieve caía con densidad gris y el tacto frío de los copos gruesos en su piel estremecía los nervios del viento.
Los bichos eran langostas mecánicas y el brillo verde no era sino el resto del combustible atómico que las impulsaba. Eran fuertes. Fabricadas en metal. Veloces. Implacables. Indestructibles. Un microchip receptor de ondas de radio instalado en sus cerebros diminutos servía para controlarlas y manejarlas. Muy lejos de la noche terrible y de los sentimientos de Parco, en una atmósfera de alegría doméstica y familiar, tres gordos niños de mejillas rosadas, junto con sus padres, también gordos y rubicundos, miraban con euforia una pantalla gigantesca. Estaban en su casa. Felices. Y para no aburrirse jugaban a la cacería de animales verdaderos. Las luces de la pantalla descomunal les penetraban los ojos y llegaban hasta las profundas circunvoluciones de sus cerebros para anidar durante semanas y empollar engendros de odio y malevolencia pura.
En un instante las langostas volatilizaron el cuerpo del felino y desaparecieron en la noche. Un rastro de baba verde brillaba en el suelo. Parco miró ese resplandor. El color fuerte lo atraía. Algo en su mente se rompió. Los efectos de la sangre de las langostas en la masa blanda de los cerebros humanos son devastadores. Parco no lo sabía entonces y no lo sabría nunca. Poco a poco, subrepticio y silencioso, el espanto del autismo y la desesperación inexpresable comenzaron a minarlo.
Se quedó inmóvil mirando el lugar en donde había estado el gato muerto. La nieve se acumuló entre sus piernas. La luz de la calle oscilaba en la altura. Parco entendió y sintió que el pueblo era una boca con dientes podridos y fuertes. Y esa boca podía morder y comerte. Y morder y comer era lo que la boca mejor sabía hacer. El mundo entero era eso. Una boca hambrienta de dientes quebrados por la putrefacción. Nunca iba a estar satisfecha. El hambre era la ley y lo único que persistía más allá de la nada última.
En medio de una punzante deformación sensorial, Parco entró en su casa. Se sentó en una banqueta. Miró las cosas de la mesa y no las reconoció. Las paredes mutaron a ojos ciegos que devoraban las luces de los días. La mirada de esos ojos muertos y resecos astillaba los huesos y quemaba la sangre. Parco estuvo sentado sin hacer nada, inmóvil y perdido, mientras la nieve arreciaba en la calle y cubría las superficies.
La familia feliz gritó de placer.
-Nunca imaginé que era tan sencillo manejar a las Limpiadoras. En la casa de los Rodríguez Larreta me dijeron que se necesitaba un entrenamiento de tres semanas. ¡ Esta noche somos la familia campeona!
El Papá tenía un carácter práctico y sobrio. No gritó con el furor de su esposa y sus hijos. Había sido una buena partida y una cacería plenamente exitosa. Pero no estaba bien visto armar un escándalo en el barrio. Lo más importante siempre estaba relacionado con la imagen que la familia proyectaba a los demás. Ya estaba escrito en letras doradas: la higiene universal es el bien supremo. Y gracias a ese férreo dictamen la sociedad funcionaba como una máquina. Incluso mejor. ¿Qué otro orden podría ser concebido? Sin disciplina no habrá jamás un orden como debe ser. El resto es niñería. Mejor que una máquina: una humanidad integrada a lo síntesis absoluta de la robótica molecular.
- ¿Estuve bien, Papá? Maté al gato en menos tiempo del que marca el reglamento. No fue tan difícil como esperaba. Los controles funcionan bien. Y en la pantalla se ven muy nítidas las Limpiadoras. ¿Estuve bien?
El hijo mayor resoplaba vanidad disimulada. Muy bien sabía que su cacería había sido la mejor entre los demás. Pero las formas de la humildad estaban dentro del código vecinal y transgredirlo equivalía a cinco días sin gaseosa de verduras fermentadas.
- Has estado más que bien, hijo, pero en la próxima partida deja que tu hermano menor tenga una oportunidad de cazar, aunque sea gatos recién nacidos.
La boca manchada de caramelo del niño se arrugó en una mueca de disgusto.
- Pero papá, ya casi no hay gatos recién nacidos. Las partidas multitudinarias de caza extinguieron a esos sucios animalitos aburridos que no se defendían. Las empresas solo venden gatos adultos. No es justo.
Una ceja se levanta. Una mirada severa llena la habitación.
- Ya dije lo que tenía que decir. Ahora desconecte la consola, guarde las langostas en las fundas y prepárese para dormir que es muy tarde.
En su casa helada Parco Parca tembló. El frío traspasaba las paredes de cemento y buscaba carne caliente para morder. Parco tembló otra vez. El frío masticaba su piel y apretaba sus huesos. En medio de la cocina, tirado en el suelo y con la mirada perdida en un punto del techo Parco entendió la naturaleza del mundo.
La familia correcta que habitada la casa vecina durmió relajadamente esa noche. Los padres descansaron en un abrazo matrimonial ejemplar. Los tres hijos soñaron con gatos masacrados y con records de puntos que nadie podría superar. Eran buenos en el juego de la cacería animal. Y hasta habían sido premiados con la oreja de honor de un gato masacrado por sus excelentes rendimientos.
Parco no durmió esa noche. Pensó. Miró el techo y tembló bajo los estremecimientos del frío.
Se dijo que el mundo era un lugar imposible. Se dijo que no había una sola cosa que no fuera un misterio. Se dijo que la maldad era la fuerza que ponía en marcha los antiguos engranajes de la existencia y se dijo que todo lo que pensaba era mierda pura. Sus vecinos eran buenos, correctos y honorables. Jugaban el video juego inmersivo obligatorio de muy buena gana y eran recompensados por ello. Se extrañó porque ya nadie pensaba que el video juego que dominaba la realidad era un horror y se dijo que tal vez él era el único que veía el juego como una perversidad. Esto demostraba el grado de profundo deterioro que sufría su razón. Nadie veía al juego como algo más que un pasatiempo. La persona que veía miseria y crueldad estaba enferma de esas dos patologías. Así se comportan los enfermos: todo lo ven bajo el espectro de su dolencia. Cazar animales verdaderos con langostas mecánicas, manejadas a distancia por consolas de alta tecnología, demostraba los logros intelectuales de la humanidad. Pero él se empeñaba en pensar y percibir los acontecimientos más triviales como actos enmascarados que ocultaban motivos siniestros. Era un inadaptado. Su mente se equivocaba. No corría a la par de las demás. ¿La ley establece que los animales de carne y hueso son peligrosos por las posibles pestes que pueden llegar a trasmitir? Pues entonces hay que matarlos a todos y crear simulacros artificiales que resulten inocuos. ¿La aniquilación no fue totalmente eficaz y quedan aún individuos vivos? Inventemos una forma creativa y atractiva para darles muerte.
Así nació el video juego inmersivo más popular que jamás haya existido. Diseñado por los ingenieros informáticos cuánticos de poderosas empresas y distribuido gratuitamente a cada familia de la nación, el video juego no
tardó en convertirse en un elemento indispensable de la cultura.
Desde ese día el mundo se volvió verde.
Las langostas mecánicas dejan baba de plutonio por donde pasan. Incluso sobre las paredes. Entran en las casas después de matar al gato (o gatos) seleccionado/s. Las langostas tienen en sus cerebros miniaturizados programas para simular aptitudes humanas. La curiosidad está en sus circuitos. Las langostas se pegan a las paredes de la casa. Investigan. Husmean. Recopilan valiosa información y las descargan en los servidores de las empresas. Hacen un ruido tenue. Un murmullo aceitado. Una seda de bovinas precisas y cables invisibles.
Parco Parca miró la pared de su casa esa noche, hasta que amaneció y se hizo de noche otra vez.
Y así durante varias jornadas. Mirando la pared manchada con el resto brillante de los engendros asesinos de mascotas. Se fue momificando días tras día. Su cuerpo tardó dos meses en comerse a sí mismo. Luego algo intangible como vapor y humo vivo viajó a la extrañeza de la eternidad.
Para Parco Parca todas las noches son verdes. Ya es la noche única. Interminable.
Infinita. Unánime.
CALEIDOLUZ
por Patricia Jawerbaum.
