Los papeles de Víctor Florido
por Paula Jiménez España
Desde hace años, una señora toca en público con su orquesta callejera. Antes lo hacía en San Telmo, ahora en mi barrio, en Boedo. Los instrumentos que ejecuta son un conjunto de utensilios de cocina: cacerolas, sartenes, embudos, platos, tazas, coladores, una cuchara sopera con la que les da el golpe mágico de palillo y salen extraordinarias versiones de canciones de Django Reynhard, Louis Amstrong, Billy Holiday. Es talentosa y muy profesional. Después de haberla visto durante mucho tiempo tocar a la gorra, supe por una amiga que su orquesta se llama Mamá mirame. En este momento estoy muy lejos de mi barrio, vine de visita a Nueva York. Paro en Jersey City, en la casa de una amiga, Claudia, que fue quien me presentó a Víctor Florido en 2002. Ayer fuimos con ella y su familia de paseo al museo escultórico al aire libre Storm King y Fran, su hija, aprovechó para jugar y correr todo lo que pudo, sin embargo, no hubo prácticamente un momento en que se desentendiera de los ojos de su madre. Con cada proeza que hacía la necesitaba de espectadora, de testigo de su habilidad. Poco después de recibirme, hace más de veinte años, participé de un congreso de psicoanálisis en el Centro Cultural San Martín. Hice un cuaderno de artista que fue expuesto durante aquellas jornadas y la invité a mi mamá a que viniera a verlo. Aunque llovía a mares, se tomó un remis desde Caseros, en el conurbano, hasta Paraná y Sarmiento. Cuando se bajó del auto me dijo: Hay madres que se tienen que ocupar de sus hijos porque algo anda mal, yo en cambio vine a esto. Si pienso en escenas del cine que me conmovieron, se me viene siempre a la cabeza una de las películas más taquilleras de los ‘90, Sexto sentido, cuando casi al final el nene protagonista le confiesa a su madre que ve gente muerta. Como no le cree, él le ofrece la prueba irrefutable, le cuenta: La abuela dice que la respuesta a tu pregunta es sí. La madre se larga a llorar y le confiesa que la pregunta que la abuela muerta no había llegado a responder era si ella, como hija, la había hecho sentir orgullosa. Para la época que se estrenó Sexto sentido, mi pareja de entonces recibió de visita en su casa a una conocida de su ciudad, Bienne Biel, un pueblo suizo; la mujer se llamaba Silvy y viajó junto con su hijo pequeño y enfermo, al que nombraba como “el hijo de Alexis”, su compañero. Cuando Silvy le daba de comer al nene, no lo miraba, lo sostenía entre sus brazos y sin concentrarse en él en ningún momento, le clavaba la cuchara en diferentes partes de la cara, raramente ese cubierto chorreante de puré o papilla se introducía en la boca casi muerta. Mirar bautiza, me di cuenta entonces. Quienes no son miradxs quedan por fuera cómo le pasaba al hijo de A. Sus ojos permanentemente abiertos casi sin pestañear, su cuerpo flácido como una bolsa, sin tonicidad, como si las pupilas del amor fueran en el despliegue de una vida la fuerza del músculo, la integridad física de la que él carecía. En su lugar, una caricatura, una función nominal, no un niño. Pienso mucho en todo esto desde que supe que voy a ser mamá. Tengo 50 años y ya no esperaba que ocurriera. Me resigno a algo de antemano y asumo que en esta experiencia no sabré mirar como mi hija Victoria esperará, probablemente, que lo haga. Yo misma sobrellevo la distancia con esos ojos ideales que me guían y los que verdaderamente tuve enfrente mío a medida que la infancia y la adolescencia fueron transcurriendo. Pero hay una distancia entre la falla y la ausencia, entre el error y el desamor, que dividió las aguas y me hizo quedar en esta orilla. Cuando era chiquita, me acostaba a dormir esperando que mi mamá viniera a saludarme. Se sentaba en la cama, me tomaba la mano y me decía lo mucho que me quería. Leí a Proust a los veinte y supe que no tenía nada de personal lo mío, él había vivido muchísimas noches iguales a las mías. Algo se fija en los primeros tiempos como una imantación a la que volvemos siempre con la esperanza de ser del otrx su centro gravitacional. Y no sucede. Pero no deja de ser esperanzador, tratar de enmendar ese equivoco también puede volvernos, como a Víctor Florido, unx de lxs mejores artistas de una generación.