Taiwan Blue Boy - Zancada
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Taiwan Blue Boy

por Jorge Omar Viera

 


Londres – Hong Kong, circa 2002

 

ESPASMÓDICA.

 

A la velocidad de los reflejos en las vidrieras.

Cebras en vísperas de las rebajas navideñas en los escaparates de Selfridges.

 

Oxford Street se prepara para la cacería nocturna.
Vómitos de colores fauvistas y papeles grasientos de papas fritas compradas en KFC y comidas a toda prisa.
Yacen por dOKier. OK?
La fast-food no es veloz como lo piensan. Lleva años digerir la tristeza de un papel grasiento que no se consigue olvidar.

 

Una vez estuvo Cristo en Oxford Street. Una réplica del Cristo Redentor que abre los brazos en señal de “qué quilombo” frente a la maravillosa bahía de Guanabara, en Río. Pero se lo llevaron –pobre Christ de cartón pintado– cuando terminó la exposición- Brasil de temporada, en la que a sólo £2.999 se vendía una favela chair, diseñada por los hermanos Fernando y Humberto Campana, una bagatela equivalente apenas al costo de una vivienda entera en la favela de Rocinha. Si se pudiera vender una cosa así, una casa así. Una caza así.

 

 

La noche es una cacería no importa cómo se la piense.

 

Incluso los tullidos en sillas de ruedas salen de caza por las noches, en Londres. Se aventuran por sus recuerdos como si fueran ventanas rotas, cortándose con los vidrios del marco antes de saltar al vacío. Van por el fast-lane de Oxford-Street, donde se anda a varias velocidades. El carril de los peatones veloces. Y atropellan, si no te hacés a un lado.

 

En LeClub, la disco de turno, casi todo house que se precie tiene una veta de ritmo de samba incrustado en la pasta frenética de anfetas mezcladas con endorfinas, serotoninas y dopaminas naturales. El organismo es la mejor farmacia. Londres es una gran farmacia de turno 24/7. Y el samba electrónico, tan arrastrado y sincopado y sintetizado, encaja bien en los deslices químicos de la noche.

 

Cuando uno se pone a pensarlo, todo es químico. La noche es un preparado especial en el que convergen países, idiomas, toda una panoplia de géneros y conductas y gases.

 

La pantalla del celular se ilumina.

Para la degustación de la noche han creado estas cerezas azules, como una guinda en la copa de un Nokia-Martini.

Seco.

Pero es apenas un mensaje de T-Mobile ofreciendo ringtones y games.

T-Mobile me ama y es un consuelo.

Las corporaciones son como cuerpos. Pero confiables. Podemos dormir en cucharita y hacer el amor a gusto. Están siempre allí para nosotros. Ellas. Siempre corpóreas. Las corporaciones son como mujeres pintadas por Rubens. Pero confiables.

 

Este espacio aparece por gentileza de T-Mobile.

Ronaldinho aparece o aparecía en los partidos del Barça por gentileza de Nike.

 

Brasil aparece en Londres por gentileza de Selfridges.

 

Esta imagen aparece en conexión neuronal inesperada por gentileza de GlaxoSmithKline, Pharmaceutical Companies y fabricantes de una considerable cantidad de SSRIs, o sea selective serotonin reuptake inhibitors, es decir antidepresivos, bah.

 

Yo aparezco por gentileza de British Airways, cuando aparezco. Y cuando aparecen mis bancos acreedores, desaparezco.

 

El mundo es mi ostra y yo tal vez sea su ostracismo.

 

Una contracción involuntaria de los músculos, más conocida como espasmo [Del lat. spasmus, y este del gr. σπασμός] me lleva a recoger un volante tirado en la acera.

 

Yalla.

Me ha llamado la atención porque Yalla significa “vamos” en árabe.
En cierto modo al venirme a Londres me he unido a la Legión Extranjera.
Every 1st Saturday of the Month…
APRENDÍ LA PALABRA YALLA EN MARRAKECH.
…a Turkish & Greek night with an Arabic aroma…

 

Suena como Cristo en Selfridges o samba en Brixton, ambas cosas que he experimentado.

 

Yalla. Vamos.

Ala, ala, ala, dicen los españoles.

 

Hoy día el mundo está al alcance de las manos. Pero, como escribí a bordo del vuelo Cathay Pacific CX255, uno no tiene tanto la sensación de recorrer el mundo como de ser recorrido por él. Uno es su itinerario y quienes no lo abusan, lo viajan.

La gente viaja a través de mí.
Soy una estación en sus vidas.
Y yo puedo hacer lo que quiera lo que quiera lo que quiera.
The Force is with me.
Puedo transportarme a cualquier sitio. Montarme en un avión de Cathay Pacific con rumbo a Hong Kong, por ejemplo, y desplegar la mesita de clase económica para escribir:

 

Cathay Pacific Flight CX255
airshow
cruzamos algún páramo inhóspito de la antigua Unión Soviética.
un lugar que es casi ningún lugar
el aparato: yo. A bordo de otro aparato: un Jumbo 747-400
Boeing 747-400 o Airbus 380? That is the question.

 

Samba en Brixton, y más precisamente en Substation South.
¿Saben de qué va?
Es música house/garage/R&B y en rigor un maravilloso galpón subterráneo de mala muerte donde por primera vez pudieron ir a bailar los negros gays de Londres.
Queer Nation.

 

 

Allí me encontré con Malik, negro jamaicano veinteañero de color chocolate con leche Cadbury camiseta musculosa blanca sobre la piel sudorosa el pantalón demasiado ancho caído a la altura de flotación de su culo. Pero estaba tan pasado de pepas de e’s que ni siquiera me reconoció.

Nos habíamos acostado varias veces, en mi pad de Bethnal Green. Hablábamos y hablábamos por horas –verborrea del deseo.

Luego nos chupeteábamos como bebés.

Y luego yo se la metía hasta los pelos, como a él le gustaba.

Pero ni siquiera me reconoció.

 

Decidí dar un salto. A nadie le gusta pasar la navidad en Londres.

 

Esta ciudad,
Escribí al llegar y verla desplegarse desde un cuadragésimo piso:
Hong Kong.
Es un sueño a medio soñar.
“Una ameba que se crispa al ver pasar sus propios seudópodos delante de sus ojos”.
Una ciudad inglesa injertada en Asia, que se comporta como une pute portuguese en un burdel de Manila.
Por momentos una isla, por momentos un continente.
Una joya defectuosa arrojada al mar por un orfebre frustrado.
Una gema partida que se hunde en las aguas del Mar del Sur de China.

Lenta, tan lentamente.

 

Anduve por una avenida comercial (¿Jordan Road?) que todavía conservaba las guirnaldas de luces navideñas y me interné en el mercado de noche (a todo esto, la casa donde nací quedaba patas arriba, al otro lado del mundo, donde el director chino Wong Kar Wai filmó la película Happy Together, en la cual por primera vez vi el mercado de noche por el que andaba yo ahora). Me compré un pulóver de cuello alto y unos skewers de pollo con salsa de cacahuetes y me lamí los dedos. Más tarde, en la sala de té de la galería Míngtiān huì Gènghǎo, me ligué a un chico chino de otra isla, Taiwan, y me lo llevé a un cuarto de un hotel por horas bajo a un cartel de neón que nos inundaba de colores fríos.

Nos chupeteamos y esnifamos poppers de dos marcas, a saber:

  • Taiwan Blue
  • Blue Boy

 

De ahí me quedó la impresión de que haber estado con un:

  • Taiwan Blue Boy

 

Tenía ojos tristes y así lo llamaba yo

My Taiwan blue boy, mi chico triste de Taiwan.

 

Él sonreía apenas, perdido en la traducción de mis tropos, mientras yo hacía tropelías con sus órganos.
Desnudos, esnifábamos Taiwan-Blue y Blue-Boy.
Taiwan-Blue. Y le pasaba el frasquito.
Blue-Boy. Y me pasaba el frasquito.
Hacíamos tropos, tropelías.
Con nuestros órganos.
Casi no hablábamos.
Pero su rostro se azulaba y sus labios se enrojecían y luego se ponían morados.
Cianótico menguante.
Y su cuerpo se estiraba y sus esfínteres se relajaban como pistilos de una flor.
Asiático y delicado como una orquídea, en el invernadero de la piel.
Y se le erizaron las tetillas.

 

Efecto de Taiwan-Blue-Boy:

 

El tiempo se afiligrana. Forma una criba de alambrecitos azules que alambican agujas de luz anaranjada. El tiempo es filtro, fundición, crisol. El oro de la luz se confunde con el índigo de la criba. El momento es aquí, es ayer.

 

Inspiración: los haces de luz violada se meten por la tráquea y afloran en los bronquios. Forman árboles de copas azuladas. Un bosque azulado en invierno.

 

Expiración: es un bosque, o como un bosque de coníferas, recién nevado, y me siento sofocado por su frío.

 

Salimos en pelotas al balcón. Hemos traído vino blanco y después de una botella de vino y una sesión de amor químico Taiwan Blue Boy y yo ni sentimos el frío.

 

Su cuerpo, el cuerpo plegable de Taiwan Blue Boy, cabe en mi regazo, es como un muñeco articulado. Un pinocho terso de madera encarnada, diseñado por un soñador de tormentas. Un pinocho que no miente. Un pino-chino.
Nos rodea el horizonte de Victoria Harbour. ¿Y hay acaso algo más bello que el horizonte de Victoria Harbour?

A Taiwan Blue Boy no le crece la nariz.
Ni siquiera le crece la pija.
Es pasivo como estas luces. Como esta ciudad, Hong Kong, violada al mismo tiempo por China y por Occidente.

 

Nos besamos bajo la luminosidad centelleante de los carteles de Hitachi, Phillips, Siemens, Nec, Kal, Sanyo, Toshiba, Bank of America, AIA, Olympus, Lippo, Canon, HSBC, Bank of China, Panasonic, Bosch, suspendidos en las terrazas de los rascacielos de la megalópolis-isla.

 

Taiwan Blue Boy sufre un escalofrío en mis brazos, y yo sigo besándolo. Lo achucho, me achucho con él. Contacto.
Contacto humano. Químico.

 

Aún somos seres biológicos, con accesorios tecno-lógicos. Tal vez la última generación de nuestra especie. Antes de fundirnos con nuestra tecnología y ser más o menos que humanos.

 

Chispas. Echamos chispas.
We Sing the Body Electric.

 

Poco después, al separarnos, nos hacen guiños las hileras de luces de la península de Kowloon. Chispas sobre el agua, que nos queman los ojos.

 

A Taiwan Blue Boy se le llenan los ojos de chiribitas. Y hacemos-el-amor-cogemos otra vez.

 

Tengo su número de celular. Pero no tiene ningún sentido tenerlo. Porque no voy a llamarlo. Porque no.

 

En Kowloon, junto a las aguas del Mar del Sur de China, donde las luces de la isla Victoria son hermosas y dañinas y violadas como un reflejo narcisista, me senté al día siguiente, a la caída de la tarde, a pensar en mi destino y en los ojos tristes de Taiwan Blue Boy.

 

Y pensé:

“Hong Kong quiere besar su reflejo en el mar, pero tiene miedo de hundirse en las aguas que la espejan. ¿Acaso a veces, al contemplarse a sí mismas, las ciudades sienten miedo?”

 

Paréntesis aduanero.
“¿Por qué lleva Ud. tres pasaportes?”
“Me gusta tener opciones”
Gris y Azul.
En el interior de un costillar de acero y vidrio. Una costilla gris. Una costilla azul.
Estoy (caigo) en Chek Lap Kok, el aeropuerto internacional de Hong Kong.

 

Hong Kong (caigo) es un archipiélago. A 38km de la isla de Hong Kong, el aeropuerto es en sí mismo una aeroisla que se creó a su vez rellenando las aguas del océano al norte de la isla de Lantau y nivelando otras dos islas, la pequeña Lam Chau y su más pequeña vecina, llamada justamente Chek Lap Kok. Pero me pareciera estar en Stansted, en el aeropuerto-costillar-blanco al norte de Londres.

Porque en realidad no estoy en un lugar –hoy no habitamos un lugar sino la psique de sus diseñadores–. Estoy en algún lugar dentro de la mente del diseñador de ambos aeropuertos, Norman Foster.

 

Esta imagen aparece por cortesía de Foster+Partners.

 

“¿Con qué pasaporte está viajando?”
“¿Cuál me da más ventajas?”
Soy varios, bajo el mismo nombre.
“¿Motivo de su visita?”
“Taiwan Blue Boy.”
“¿Excuse me?”

 

El espacio de Chek Lap Kok, lejos de intimidarme, intima conmigo. Su extensión y la capacidad de abarcarlo de un extremo a otro apenas de un vistazo, me desentumecen la mente, me devuelven al goce del espacio ilimitado.

 

Pero he de meterme en otro avión. Boa-constrictor.

 

Compro en un kiosco Newsweek y The Economist, la medida de mi esquizofrenia. ¿Cuál de los dos soy, el progre que lee Newsweek, revista de losers en plena declinación, o el seudo-City boy que lee The Economist, siempre en su apogeo? Pero me las reservo para el viaje. De regreso.
A Londres.
Back home. ¿Pero qué es home para mí?

 

Desde un cyber, me envío emails a mí mismo, para no olvidar lo que quiero decirme:

 

“Estos momentos, en mitad de la noche en Chek Lap Kok, cuando más que nunca puedo sentir yo, el tiempo, la duración, la calidad de las cosas, los afectos, la dulzura del futuro que se despliega ante mí, la distancia, la velocidad.”

 

Y pienso:

Taiwan Blue Boy. Mi chico azul de Taiwan.

 

Tengo su número de celu. Pero no tiene ningún sentido tenerlo. Porque no voy a llamarlo. Porque no. Pero entonces, sin demora y con el resto de crédito que me queda en mi chip chino, marco su número: chipchino pino-chino, responde porfa, Pinochino…

 

“Ni hao?”, su voz grave, aterciopelada, una octava más alta de lo necesario, desde una cama caliente en Victoria Harbour.

“Hello, Taiwan Blue Boy.”
“Oh, hi! It’s you!”
“I love you.”

 

Y luego, con toda tranquilidad, me escribo otro mail desde el Business Centre de la aeroisla:

“Estoy en transición, pero quisiera estarlo siempre, y en verdad nunca estoy más de acuerdo con mi propia vida que ahora: aceptando el cambio continuo, el horizonte, oh, ¿hay acaso algo más lindo que el horizonte?”

 

Y sin embargo algo duele, en algún órgano escondido, quizás incluso un poco atrofiado. ¿El apéndice? ¿Es el amor una forma de peritonitis? ¿Está mi condición cubierta por el NHS, el National Health Service del Reino Unido? ¿O tendré que pagar a un centro privado para que me operen de esta aflicción?

 

Me escribo un último mail antes de embarcar:

“Jamás soy más feliz que a punto de subirme a un avión: otra vez el desafío, la incertidumbre deliciosa, la baraja que se mezcla entre tantas otras, la lotería babilónica de la vida. Me veo para siempre avanzando así, con una valija en una mano y el hombro hincándose hacia el próximo encuentro, hacia el próximo abrazo.”

 

No me olvides, Taiwan Blue Boy.

 

***

 

English Version:

TAIWAN BLUE BOY
by Jorge Omar Viera


London – Hong Kong, circa 2002

 

Spasmodic.

 

At the speed of the reflections in shop-windows. 

Zebras on the eve of X-mas Sales in the shop-windows of Selfridges.

 

Oxford Street getting ready for the nocturnal hunt.

Vomits of fauvist colours and greasy paper wrappings of potato-chips bought in KFC and hastily eaten.

They lie everywhere. They lie. OK?

 

Fast food is not fast as it is commonly thought. It takes years to digest the sadness of a greasy paper-wrapping that for some reason you don’t get to forget.

 

Christ was once in Oxford Street. A replica of the Cristo Redentor that opens his arms signaling “whatup, what a mess!” in front of the marvellous Guanabara bay, in Rio. But he was taken away –poor Christ of painted cardboard– when the seasonal Brazil exhibition was over, where at the ridiculous price of just £2.999 you could acquire a favela chair, designed by the brothers Fernando & Humberto Campana, a find, a bargain, merely equivalent to the cost of a whole house in the shanty-town of Rocinha, if you could sell something like that, a house like that. A hunt like that.

 

Night is a hunt it doesn’t matter how you think about it.

 

Even the crippled in their wheelchairs go hunting at night in London. They venture into their memories as if they were broken windows, getting cut with their spiky frames before jumping through them into the void. They drive onto Oxford-Street’s fast-lane, where you can circulate at different speeds. Fast lane for pedestrians. And they will run you over if you don’t get out of the way.

 

In LeClub, the trendy disco of the moment, almost every House worth its name has a streak of samba rhythm built into its frantic paste of chem’s mixed with endorphins, serotonins and natural dopamine. The organism is the best pharmacy. London itself is a big 24/7 pharmacy store, a Boots of the imagination. And electronic samba, swaying and syncopated and synthesised as it is, nicely fits in the chemical swings of the night.

 

Everything is chemical when you come to think about it. And the night is a concoction into which countries, languages and a whole panoply of genres and genders and behaviours and gasses converge.

My mobile’s screen lights up.

For in order to better taste the night these blue cherries have been created, like the cherry on top of a Nokia-Martini.

Dry.

 

But it’s just a T-Mobile msg offering ringtones and games.

T-Mobile loves me and that is such a consolation.

Corporations are like bodies. But reliable. We can sleep spoon-like and make love as we damn well please. They will always be there for us. They. Always corporated. Corporations are like fat women painted by Rubens. But reliable.

 

Watch this space. It appears by courtesy of T-Mobile. 

Ronaldinho appears or appeared in the Barça football matches out of courtesy of Nike.

 

Brazil appears in London courtesy of Selfridges.

 

This image appears in unexpected neuronal connection courtesy of GlaxoSmithKline, Pharmaceutical Companies and manufacturers of a considerable range of SSRIs, i.e. selective serotonin reuptake inhibitors, that is to say antidepressants, duh.

 

I appear courtesy of British Airways, when I appear. And when my creditors appear, I disappear.

 

The World is my Oyster, and I am (maybe) its ostracism.

 

An involuntary muscle contraction, better known as spasm [Latin spasmus, and this from the Ancient Greek σπασμός] prompts me to pick up a flyer lying on the pavement.

 

Yalla.

It’s called my attention because Yalla means “Let’s go” in Arabic.

In a certain way by coming to live in London I have joined the Foreign Legion.

Every 1st Saturday of the Month…

I LEARNED THE WORD YALLA IN MARRAKECH.

…a Turkish & Greek night with an Arabic aroma…

 

Sounds a bit like Christ in Selfridges or samba in Brixton, both things I’ve experienced. 

 

Yalla. Vamos! Let’s go.

Ala, ala, ala, as the Spaniards say.

 

Today the world is at your hands’ reach. But, as I wrote on board of Cathay Pacific flight CX255, you do not entirely have the feeling of travelling around the world but that the world is travelling around you. You are the world’s itinerary and those who don’t abuse it, travel through it.

People travel through me.

I am a station in their lives.

And I can do whatever I want whatever I want whatever I want.

The Force is with me.

Empowered.

I can travel anywhere. Jump on a Cathay Pacific flight headed for Hong Kong, for instance, and unfold the little folding table of my economy class seat to write: 

 

Cathay Pacific Flight CX255
airshow
we fly over some godforsaken plane of the region once known as the Soviet Union.
a place that is almost a no place
the freak: me. On board of another freak apparatus: a Jumbo 747-400
Boeing 747-400 o Airbus 380? Now, that is the question.

 

Samba in Brixton, and more precisely in Substation South.

You know what it is about?

It’s d-jay-ed house/garage/R&B music mix and more on the mark a marvelously derelict basement warehouse where, for the first time, London Black gays could go to dance.

Queer Nation.

 

There I run into Malik, a twenty-something Jamaican Black boy of Cadbury milk-chocolate complexion in a white tank top sticking to his sweaty dark golden skin in oversized jeans hanging around the flotation line of his ass. But he was so stuffed with E’s that he didn’t even recognise me.

We had made-love-fucked several times back in my Bethnal Green pad.

And we would then talk and talk for hours on end, desire’s panglossia, verbo-rrhea.

Then we would move on to snoggsuck each other out like babies.

And then I would ram my dick in his arse right up to my kinky hair, the way he liked it.

But he didn’t even recognise me.

 

I decided to take a leap. Nobody likes to spend X-mas in London after all.

 

This city,

I wrote upon arrival and seeing it unfold from a 40something floor:

Hong-Kong.

It is a half-dreamt dream.

“An amoeba that startles itself upon seeing its own pods sweep before her own eyes”.

 

An English city grafted into Asian tissue, behaving like a Portuguese whore in a Manila brothel.

 

At times an island, at times a continent.

A flawed jewel thrown into the sea by some frustrated craftsperson.

A broken gem sinking into the waters of the South China Sea.

Oh, so slowly.

 

I walked along some High-Street (Jordan Road?) where X-mas lights where still hanging from wires and then, through a side-street, I delved onto the Night Market (while, at the same time, the house where I was born in Buenos Aires was upside-down on the planet, on the other side of the world, in Argentina, where the Chinese movie-director Wong Kar Wai shot the film Happy Together, where for the first time I had seen the Night Market, which I was actually exploring now). I got into a shop where I liked the window décor and bought a turtle-neck black sweater and then, from a street-vendor, some peanut-sauce chicken skewers and I licked my fingers as I walked along, eating on the go. Later on still, at the Tea Bar in Míngtiān huì Gènghǎo Mall, I picked up a Chinese boy from another island, Taiwan, and I took him to a motel by the hour in an umpteenth high-storey room underneath a neon sign that bathed us in cold colours.

 

We snogged and sniffed poppers of two brands, namely:

  • Taiwan Blue
  • Blue Boy

 

From that I got the impression of having been with a:

  • Taiwan Blue Boy

 

He had somewhat sad, melancholy eyes and so I called him My Taiwan blue boy, my blue boy from the island of Taiwan.

 

He barely, shyly smiled, lost in the translation of my tropes, while I played outrage with his organs.

Stark naked, we sniffed Taiwan-Blue, we whiffed Blue-Boy.

Taiwan-Blue. And I passed on the little vial to him.

Blue-Boy. And he passed the little bottle on to me.

As we did tropes, as we played outrage.

With our organs.

We barely spoke.

But his face would turn bluish and his lips would turn red and then purple and then faded violet.

Waning cyanotic. 

And his body would stir like a cat’s as his sphincters relaxed like the pistils of a flower. 

Asian and delicate like an orchid in the conservatory of the skin. 

And his nipples got all aroused and hard and pointy.

 

Taiwan Blue Boy’s effect:

Time becomes filigree. It turns into a mesh of thin blue wires which thread needles of orange. Time is filter, foundry, crucible. The gold of light confounds the indigo of the crucible. The moment is now, is yesterday. 

 

Breath in: the threads of violet light get into the windpipe and blossom in the bronchial tubes. They form blue treetop trees. A blue winter forest. 

 

Breath out: it is a forest, or like a conifer forest, just snowed under, and I am suffocated by its coldness.

 

We walk out naked into the small balcony of that umpteenth floor in that umpteenth building in Hong-Kong. We’ve brought some white wine and after a bottle and a session of chemical love neither Taiwan Blue Boy nor I feel the cold outside.

 

His body, the pliable body of Taiwan Blue Boy, fits in my bosom, he is like an articulated boy-doll that I could have found in Hamleys toy-store off Oxford Street. He is like a smooth Pinocchio carved in fleshy wood, designed by a storm-dreamer. A Pinocchio who doesn’t lie. A Pino-Chino.

 

We are surrounded by the skyline of Victoria Harbour. And is there anything more beautiful than the skyline of Victoria Harbour? 

 

Taiwan Blue Boy’s nose doesn’t grow any longer.

Not even his cock grows any longer.

He is passive like these lights. Like this city, Hong-Kong, simultaneously raped by China and by the West.

 

We kiss under the sparkling glow of the signs of Hitachi, Phillips, Siemens, Nec, Kal, Sanyo, Toshiba, Bank of America, AIA, Olympus, Lippo, Canon, HSBC, Bank of China, Panasonic, Bosch, hanging from the rooftops of the skyscrapers of the mega-city, the island-sprawl. 

 

Taiwan Blue Boy has a shiver in my arms, and I go on kissing him. I cuddle him, I let myself be cuddled by him. Contact. 

Human contact. Chemical.

 

We are still bio-logical beings with tecno-logical accessories. Perhaps the last generation of our species. Right before we merge with our technology and become more or less than humans.

 

Sparks. We’re twink-ling.

We Sing The Body Electric.

 

A bit later, as we disentangle from each other, the lights from the Kowloon peninsula blink at us. Gleaming on the water, burning our eyes. 

 

Taiwan Blue Boy’s eyes fill with sparks. And we makelovefuck again.

 

I have his mobile number. But it doesn’t make any sense to have it. Because I am not going to call him. Because.

 

In Kowloon, on the Banks of the South China Sea, where the lights of Victoria Island are beautiful and harmful and ill-flamed like a narcissistic reflection, I sat the next day at dusk to reflect on my destiny and Taiwan Blue Boy’s melancholy eyes.

 

And I thought:

“Hong Kong wants to kiss its reflection on the sea but is afraid to sink in the waters that mirror it. Maybe, sometimes, when they look at their own reflection, cities are afraid of themselves?”

 

Customs intermission.

“Why do you carry three passports?”

“I like to have options”

Grey and Blue.  

Inside a ribcage of steel and glass. One rib grey. One rib blue.

I am (the penny drops!) in Chek Lap Kok, international airport of Hong Kong. 

 

Hong Kong (the penny drops!) is an archipelago of over 200 islands. 38km from the HK island proper, the airport is an aero-island, which was created by filling in the sea bed North of the island of Lantau and then evening out two adjacent islands, little Lam Chau island and its even smaller neighbor named precisely Chek Lap Kok, which can accommodate football stadiums or one giant World-City airport. 

But it feels as if I were in Stansted, the white ribcage like airport in North London.

Because I am not really in a place –nowadays we do not inhabit places but the psyche of its designers–. I am somewhere inside the mind of the designer of both airports, Norman Foster.

 

This image appears by courtesy of Foster+Partners.

 

“Which Passport are you travelling with?”

“Which one gives me more advantages?”

I am many, under the same name.

“Reason for your visit?”

“Taiwan Blue Boy.”

“¿Excuse me?”

 

The space of Chek Lap Kok, far from intimidating me, intimates with me. Its extension and the fact that I can take it all in one glance set my mind loose and returns me to the enjoyment of unlimited space.

 

But I have to get on another plane. Boa-constrictor.

 

From a news-stand I buy Newsweek and The Economist, the measure of my schizophrenia. Which of them am I, the lefty guy who reads Newsweek, a losers’ pick of a magazine in sharp decline, or the poshy City-player who reads The Economist, always at its apogee? But I save them from my trip. Back home.

To London.

Back Home? What is home for me?

 

From an Internet-Cafe, I send emails to myself in order not to forget the things I want to tell myself:

“Moments like this, in the middle of the night in Chek Lap Kok, when more than ever I can feel I, the time, the duration, the quality of things, the affection, the sweetness of the future unfolding before me, the distance, the velocity.”

 

And I think:

Taiwan Blue Boy. My melancholy boy from Taiwan.

 

I have his mobile number. But it doesn’t make any sense to have it. Because I am not going to call him. Because. But then, without any hesitation (out of the Taiwan Blue?) and using the rest of the credit on my chinky chip, my Chinese simcard, I dial his number: chinesechip pinochino, answer please, answer now Pinochino…

 

“Ni hao?”, his voice low, velvety, just one octave higher than necessary, all the way from some hotbed in Victoria Harbour.

“Hello, Taiwan Blue Boy.”

“Oh, hi! It’s you!”

“I love you.”

 

And then, totally relaxed, I write yet another mail to myself from the Business Centre of the Airport-Island:

“I am in transition, but I would always like to be in transition, and I am really never so truly in agreement with my own life than now: accepting constant change, the horizon, oh, is there anything more beautiful than the horizon?”

 

Yet something ails, in some hidden organ, maybe even a bit atrophied. The appendix? Is love some kind of peritonitis? Is my condition covered by the NHS? Or will I have to pay a private clinic to be operated from this affliction?

 

And I still write a last email to myself before boarding:

“I am never happier than when I am about to board a flight: again, the challenge, the delightful uncertainty, the card shuffling itself among many others, the Babylonian lottery of life. I see myself forever advancing like this, a bag in one hand and a shoulder motioning towards the next encounter, towards the next embrace.”

 

Don’t forget me, Taiwan Blue Boy.



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