Un tour por el Museo Barrio de Flores - Zancada
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Un tour por el Museo Barrio de Flores

por Valeria Melchiorre

 

En el hall de la entrada, prólogo evidente, la vitrola con un disco de pasta sobre Las Flores del Mal nos induce a asumir la pose del flâneur-lector. Como dispositivos de una serie pergeñada en la mente hilarante de uno de sus vecinos, Roberto D’Anna, las salas y los objetos que pueblan el Museo Barrio de Flores en Buenos Aires van ampliando las conexiones lógicas y los dislates catastróficos que una memoria en su modo homenaje puede atesorar. A partir de allí, de ese núcleo primigenio del relato y de la arquitectura, se van desplegando los ambientes atestados de viejas postales, de fotografías y publicidades ajadas. Se trata de una miscelánea que se volverá más ligada a la arqueología -fraguada en zaguanes, patios, o cocinas familiares; comprada incluso por internet- cuando lleguemos a las vitrinas que exponen medallas, destapadores oxidados, billetes de décadas ya lejanas, envases añejos de Fly mata insectos y otros vestigios de una historia local y reducida a sus cotidianas emergencias. “Dentro de una novela puede haber objetos (no necesariamente objetos propiamente dichos como éste: pueden ser escenas, aventuras, personajes, ideas) refractarios al discurso mismo en el que viven, que se desprenden de la sucesión temporal del discurso y se hacen eternos con la eternidad de lo que no entra en las categorías del entendimiento. Lo real es el modelo de esos objetos”, dice César Aira, uno de los orondos habitantes del barrio de Flores, en su ensayo “En La Habana”. Como reflejo en delay, plagio que enhebra la letra a su volumen y materialidad, metonimia capaz de sortear la barrera hacia el acontecimiento espacial, o elemento proveniente de Tlön, esta casa Museo de Flores funciona bien. Porque el reducto parece replicar, al menos en la franja dedicada a las “colecciones”, ese pequeño compendio de la miniatura que el texto de Aira se encarga de encarnar.

Claro que los personajes de “En La Habana” son otros, y que en la Cuba de Batista y de Fidel no llegó a florecer un conciudadano Papa como Francisco, oriundo de Flores y a quien este Museo dedica, merecidamente, una de las salas. El texto explicativo no es una de esas incisivas redacciones curatoriales a las que nos tienen acostumbrados las expos, por así decirlo, ebrias de grandeza internacional: es una agradecida carta de Bergoglio al fundador del Museo, en versión gigantográfica y firmada de su puño y letra. Tras esta emotiva introducción se suceden los libros dedicados, los papeles autografiados, y las imágenes de este exponente universal del mundo sacrosanto que vio en estos alrededores la luz; y que así redimensiona el aura que en torno al barrio Girondo contribuyó a orlar, Baldomero Fernández Moreno realzó, y que justifica sobradamente el proyecto de D’Anna. Para completar el relieve de gloria que este pedazo de territorio supo acumular, para fijar su filiación religiosa, sus virtudes de inspiración celestial, baste citar el origen de algunas de sus piezas más veneradas: Donaciones Asociación Evangélica Asamblea de Dios, se lee en uno de los rincones.

Pero el bucle se profundiza cuando la heterogeneidad constitutiva de esta novela- barrio-mausoleo, al bifurcarse nuevamente, pega el salto y se dispara, en la propia cartografía de los pasillos por los que el paseante se explaya, hacia el dominio de esa figura recientemente elevada al rango de celebridad exportable que es César Aira. El escritor/autor del Flores contemporáneo, mítico poblador de la zona y eficiente propagador de su ambiente y folklore más allá de las fronteras entre países y lingüísticas, ha involuntariamente anticipado -a no ser que esto también se trate de una conspiración previa y secreta, como las que suele activar en sus novelas- detalles y más detalles en su ensayo acerca de los diferentes museos que visita en Cuba. Por lo pronto, los tres dólares del precio que paga por entrar a la casa de Lezama Lima se trasladan a este Buenos Aires de la calle Ramón L. Falcón sin ningún tipo de diferencia cambiaria. Y su propia conversión en personaje de museo viene a ratificar que eso de la posteridad no es un embuste, que uno puede en su propia obra presentir un destino de fama eterna o, al menos, de incandescencia barrial y proponérselo de soslayo al hypocrite lecteur.

Quien aquí ha recogido el guante es D’Anna y, como en las múltiples rotaciones de un zoom que va a adecuándose a las factibles proporciones de su entorno, no solo pone a la vista de los frugales turistas los libros de Aira -ya de por sí una tarea hiperbólica-, sino que a través de un acto de magia reproduce, en un pequeño sector, el hipotético escritorio donde se han pasado a máquina los textos que, como todos sabemos, han tenido su origen manuscrito en los distintos bares del barrio. Como una imitatio de la casa de Dickens en Londres, de Kafka en Praga, o de la de Lezama Lima que nuestro homenajeado tuvo la ocasión de describir, se disponen aquí lapiceras, un teléfono negro a disco y una Remington, entre otras minucias rescatadas de una pérdida total y definitiva. Un banner a color y con imágenes varias del consagrado autor sintetiza los logros del preclaro vecino: Más de 100 novelas, Escritura perfecta, Premiado en el mundo, Elogiado, Candidato Premio Nobel, y así hasta llegar a su petrificación final e inevitable. Claro que se nos recuerda la pertinencia de tales méritos: “En sus obras de “realismo delirante” aparecen los gimnasios del barrio, los indigentes de la Av. Rivadavia, la Villa y el Misericordia”. César Aira ha confesado ir a todos los museos de las ciudades a las que viaja. Sonriente asiste a la inauguración de este, como quien ya no se sorprende de los vericuetos de la más cercana realidad. Veremos cuánto de estrambótica perla, de piedra extrapolable a nuestra florida tierra hay en su próxima ficción.