Voces de Cuba
María Elena Blanco, Nara Mansur Cao, Legna Rodríguez Iglesias y Kelly Martínez Grandal.
Selección, entrevista y liminar por Ignacio Vázquez.
Liminar
En la poesía puede haber invención, no autoengaño; puede haber influencia, no contagio. Es el género de la sinceridad última, irreversible. Un poema puede ser luminoso como en Eliseo Diego u oscuro como en Lezama Lima, pero si ambos son genuinos es porque, bajo la claridad del uno o las tinieblas del otro, hay un denominador común: el entrañable fluir de los sentimientos, las convicciones y las búsquedas.
(Mario Benedetti, Poesía cubana del siglo XX. Un vistazo personal y selectivo)
Uno
Si la patria de un escritor es el idioma, aquí nos vamos a circunscribir a cuatro voces que, si bien parten de la variante cubana del español, integran, a partir de otros ámbitos, otras voces. En alguna, será la variante rioplatense o venezolana; en otras, el inglés irá permeando los textos en palabras y frases; en todas, operará ese substrato insular.
Se trata de poéticas extraterritoriales, en parte-me limito a suponer- por circunstancias históricas y en parte por intención deliberada, programática. Como si la diáspora común dejara sus huellas en el lenguaje.
Dos
María Elena Blanco, poeta y traductora, va contra el imperialismo del lugar común. ¿Esto es la norma, aquello es lo previsible? Arremetamos contra ello. Su poesía se codea- o se abraza- con el ensayo, como cuando su bisturí etimológico se detiene ante el oxímoron Madre-Patria. Ya se trate de una identidad postiza o sobreactuada, como la del hispano (*) en Estados Unidos o la identidad originaria-patriótica del cubano en Cuba, Blanco traspasa, y siempre con lección de sutileza, todo un catálogo de ideas recibidas que ni Flaubert pudo sospechar.
Incluimos parte de su ubicuo ensayo Del exilio como período especial, de su libro Devoraciones.
(*) Me niego a aceptar la etiqueta discográfica de “latino”; he dicho.
Tres
Imposible disociar la poesía de Nara Mansur Cao de su labor como dramaturga. Como si se tratara de un propósito de rigurosa traslación del teatro a sus orígenes míticos, a la vez que asistimos a un coro de conciencias. De pronto, hay preguntas que nos interpelan. Como ella misma señala en la entrevista, el teatro en Cuba procura una puesta en abismo de la misma realidad cubana; y un experimento similar ocurre en su poesía, en esa amalgama de voces y alusiones que se suceden. Poemas para leer en voz alta.
Cuatro
Legna Rodríguez Iglesias nos empuja de entrada a un mundo poético empedrado de marcas, nombres propios y anglicismos. Capitalismo en capital letters y en contabilidad de likes. O un poema que alterna versos en inglés y en español, en una suerte de moaxaja sui generis. Legna Rodríguez Iglesias escribe sus poemas como quien suelta algo dicho al pasar. Pero aquello que dice Legna nos detiene y escuchamos- aprendemos a escuchar, mejor dicho- una música nueva, una prosodia que reconocemos y a la vez descubrimos.
Cinco
Los relatos de Kelly Martínez-Grandal transmiten una inmediatez casi cinematográfica. La mirada se posa sobre personajes que viven dialogando con otras culturas; es como si los personajes se asomaran a un esfuerzo común de traducción semiótica. De su fascinante libro Muerte con campanas hemos seleccionado el relato Aquí hay que hacer lo que sea para este dossier.
Seis
¿Algo más que haya quedado en el tintero (o en el mouse)? Sí, la dicha de leer algo que por un rato nos saca de esa meseta lírica de quejumbre y solemnidad rioplatense. Y, también, la sensación de que esto ha sido la entrada; de que se nos ha abierto el apetito lector, que esperamos seguir oyendo más a estas cuatro voces y así terminar, quién lo diría, soñando en cubano.
***
María Elena Blanco
AMERICAR, HOY
(Tocata americana en cinco movimientos)
“Nosotros debemos crear el verbo americar
y conjugarlo hasta el hastío.”
Matta, El nacimiento de América (1952-1953)
I (Andante, un poco agitado, luego largo)
Americo de tanto en tanto aunque ya no tengo nada que probar.
Hubo una época en que sí. Por defecto (según quien lo dijera)
yo no podía sino ser:
gusana
(o comunista)
agente de la CIA
(o de la KGB).
En cualquier caso,
traidora a la Patria (¿a cuál?)
Al mismo Matta en esa época
(ya muy cotizado en USA y con su fiera italiana)
le daba igual el viejo tema de quiénes vivían dentro
y quiénes fuera de América (polémica Casa/Mundo Nuevo,1968).
II (Tiempo justo)
Lo más duro es americar en las fauces del monstruo
(Martí, en New York), allí donde America es otra:
ciclópea, liberal (dijo Darío), mas también engañosa.
La clase de fiera que te roba la lengua (y el lenguaje).
En la Isla no hay filin por lo que sería americarse,
se confunde con dólar, blúmer, bluyín (viva la RAE).
Sentirse americanos siempre fue una entelequia o un
contrasentido, en la república como en la revolución.
III (Moderato cantabile)
Exiliados los zapaticos
de rosa y cumplidos los ritos
del barrio latino y la
manzana gris, aprendí
a americar en latitud sur:
al son de zamba y cueca
me ameriqué en glaciares;
inhalé el esmog y la garúa,
los gases lacrimógenos;
me humedecí de puerto
y amanecí preñada;
olí eucalipto en llamas,
subí al hogar del fuego;
volé espiando ríos
nombrando los volcanes;
jadeando abracé ruinas
y me habló el arco iris;
interrogué a una estrella
en los espejos de agua.
IV (Adagio sostenido)
Hoy no estoy para cuentos. Por lo demás,
americar ya no confiere señas de identidad
ni de lugar. Se desprecia lo propio y se teme
lo ajeno, y pronto no quedará lugar que se
respete (abierto, por donde transitar indemnes).
Si al menos el verbo de marras fuese un conjuro
para resistir al mal (que ahora es planetario).
No hay consignas, ni ídolos. Ni nosotros.
V (Allegro vivace, crescendo, luego forte)
Esa que dice yo, saltarina irredenta
sin domicilio fijo y casas al garete,
está ausente del ruedo y (en sordina)
replica a aquellas lenguas de trapo
babeantes de odio por las comisuras,
americándoles a diestra y a siniestra:
Soy
Fénix
Indigenista
Helenizante
Agente del Eros
Defensora de matrias
Sierva de nadie
Amazona
Poeta.
Y este destino, oh desdichados, será mi salvación.
LUGAR COMÚN
¡Al combate corred, bayameses…!
Himno nacional de Cuba
Perucho Figueredo
El himno de Perucho nos conmueve aún
al solo recordar el estrépito de sus acordes
cuando hacíamos fila frente al rincón martiano
(u, otros, bulto en la plaza de la revolución)
o cuando lo escuchamos de pronto, mutilado
por cortes y una babélica cacofonía de fondo
resonando en algún noticiero
de un país lejano.
Pero el himno no basta
para apuntalar a una nación rota
librada a míticos combates a muerte
contra propios y ajenos
en vez de presta a restaurar su huerto
de lechugas y lechuzas,
recoger las floraciones de su prole ampliada
llorar los cuerpos tragados por el mar.
Bajo el trauma de frustrada independencia
el dilema no es de identidad
(que a todos sobra la famosa cubanía)
sino de lenguaje: una fijación imaginaria
con la Patria-de-los-Padres
(héroe, mártir, apóstol)
y un incestuoso apego
al oxímoron Madre-Patria.
Mas algo, como una oleada subrepticia,
me distrae de esta meditación:
son los imperativos del himno
que se alzan magnificados desde el fondo de la pantalla.
Acercándose y alejándose intermitentemente
ante mis ojos, no cejarán
hasta que se estrellen
con mi palabra de fuego:
Apátridas y Famélicos,
bocas llenas y bocas clausuradas,
disidentes y deseantes de Isla,
uníos!
Corred y reactivad todas las imágenes
las ficciones fundacionales
las metáforas muertas o agonizantes
y ponedlas en circulación
vale decir en juego
cual moneda corriente cuyo valor no hará ricos
sino a los exiliados del poder.
Trepad por los rizomas de la lengua
para desenmascarar la mentira y la posverdad
suscitad combinatorias inéditas
afinad las cuerdas atrofiadas del verbo
y oíd por un sublime instante
antes de remontar el trampolín de la significación
el sonido prístino de las palabras.
Ensanchad los corazones y las mentes
atendiendo a la deriva metafórica
de la Otra:
horticultora y hermeneuta, quiero
que Sol deje de ser el Tropo entronizado
y simplemente alumbre y caliente
el mediodía del trópico, cuyo huerto alimente
a todos los que lo edifican y habitan
amorosamente
a la sombra de la ceiba centenaria (hoy cortada)
o en cualquier punto de la noche sideral:
la nación plural y pluralista
y su filiación de múltiple ascendencia.
Madre de todos. Patriarca de nadie.
Jardín abierto, compartido
desde esta u otra orilla
por gentes libres.
Lugar común.
***
Nara Mansur Cao
(de Tres lindas cubanas)
Dos noches solas. No digo más.
Porque ella se aburre, yo me aburro;
hablamos siempre con las palabras “conmigo”, “contigo”
excepto “destino” y “el tiempo de hojas abiertas”;
ranura
detrás de la ventolera de yute
ranura
de noche de invierno y occidental.
Ranura
mi rígido capullo de seda.
Pareciera que a eso se reduce todo:
un viaje entre dos aleteos.
No digo más nada que rosa florecida
rosa de Bulgaria perfume inocente. No digo
que eres tan sensual como una abeja
que me gusta agarrar el pollo con la mano
espero que sepas disculpar.
Las cuentas son ahora las perlas de tu collar que muerdo y destruyo.
Va a llegar ya va a llegar cierra los ojos:
un ramillete en una silla de oro
pero el amor no es ciego. La ceguera no prueba nada
las enaguas sí, el arrebol sí, las perlas sí
la valentía de escribir lo que se te cante
sí
es estar enamorada.
Florida, con bigote, colores de periquito
con toda la flexibilidad de lo vano y lo conciso de una idea.
Un ramillete en una silla de oro.
Los zapatos se deslizan debajo de las tazas de café
en temblor infinito la humareda.
No se ríe en voz alta, es más, me ha mandado a callar
porque se te ve todo
–así dijeron–
–así dijo–
Y a ponerme de vuelta los zapatos:
compórtate, cotorra
mamarracha, tómate la compota.
En la gran ciudad la cabeza se vuelve importante;
tanta gente pasa que si yo gritara ¡no!
no me oirían;
en cambio, muevo la cabeza en círculos y es como caminar patas arriba;
la cabeza se mueve de este a oeste, es gallo y veleta el ¡no!
No de dolor, no de muerte, no de abandono, no de mentira;
digo que la verdad tiene que ser del orden de la Naturaleza
del olor de las frutas, del humeral del cuerpo
porque en ella me siento como en casa;
¿pero qué casa? ¿quién es ella? ¿hay otra acaso?
Cuando abandonas tu casa ya no es posible reconocer el mundo.
–Estás mojada– es el agua que te lleva.
Yo antes de contestar me abrazo
yo antes de cerrar los ojos en un sí digo su nombre.
(de Arpegio)
El te quiero el despierto eterno dormido
El estar quieto acurrucado dormida
El tiempo que te acurruca que te aquieto
El no llego el joven nochero el vuelo viernes
El adonde el cuerpo el jueves a donde el día
Elle mirada pujo ahogadora
El acostumbrado pelo el niño rubio el valor oro
El cuello cosido el pecho cosido
El toráxico el hongo el castrado pedrerío
El batiente la combatiente la llorona
El alma en la mugre el vómito
El ladra el muge el relincha “a”
A las corridas la “a”
El regurgita el acicala Así así así planchaba así
El mueve el contorno el esparce el mata
El ojo el ah liento ensimismado lo toco
El órgano el daño el pez en el arpón puja
El lento orden el arbitrario ¡oh!
Le oh le oh le oh le
El maquillaje enfunda el milagro el aire el tinte
El doblarte suspiro el ventoso diciembre
El milagro elle milagro
El diente abierto el beso el arrojo
El beso despedido el beso quieto el molinete
El beso espero inagotable el milagro diciembre aéreo
El beso cárnico mordida besa el ausente invocado mi cuerpo
El justo en milagra el faltante es primero de diciembre
***
Legna Rodríguez Iglesias
La última película de Leos Carax
Después de ver la última película de Leos Carax
sin subtítulos en español y sin esperanza
puse Adam Driver en vez de Book Driver
en la línea dedicada a mi ocupación
del formulario de declaración jurada financiera
para responder la demanda
que una mujer puso en mi contra
porque las leyes la igualan a mí.
En la película cogen preso
al papá de la marioneta.
La mamá de la marioneta se muere
aunque sea Marion Cotillard.
Hay que limpiar el polvo
que se acumula todas las semanas
en el interior del aire acondicionado
aunque ese polvo sea su alma.
TOP 9
Usted ha recibido más de 42 mil likes
y ha publicado 180 fotos.
Diríase que su rendimiento ha incrementado
en cuanto a likes y a seguidores se refiere.
Usted ha tenido que cumplir órdenes
y ha tenido que comerse un cable.
Pero usted no es víctima del cable
usted necesita leer a Lautréamont.
Usted va a empezar a conformarse
con la ganancia del like y con la ganancia del seguidor.
Usted va alegrarse de cada like y de cada seguidor
porque ellos significan su éxito.
Usted va a alegrarse y a ser agradecida
como mismo se alegra en la historia destacada.
¿Cómo se puede vivir sin alegrarse
aunque sea una vez al año?
CÓMO WRITE
Mary is a boy
Tom is a girl
y yo soy la que llora
en la silla.
Cada sunny Tuesday
gran camión comeback
a llevarse colores
que dejaron de ser.
My love dice algo
about infinito
the rain on the street
se detiene de repente.
I am not ready
to kiss your lips:
no me gustan
las iguanas.
My nightstand
was made in hell
su nombre es:
Parenting plan.
Una cinta métrica
es mejor que yo
porque siempre regresa
al principio.
This afternoon
mientras no-íbamos
my son told me:
he decidido amarte.
Mary is a dog
Tom is a cat
y yo soy la que canta
Happy Birthday, furniture.
Encontré una semilla
en mi nightstand,
debe ser que el dinero
is going to come.
Encontré una cabeza
en mi nightstand,
debe ser que el final
is going to come.
***
Kelly Martínez-Grandal
Aquí hay que hacer lo que sea
A César
-¿Y ya tu mujer te dice papi? —El viejo suelta una carcajada y se bajó del camión. Todas las semanas pregunta lo mismo y Alejandro contesta por respeto.
—Pues si tu mujer es cubana y no te dice papi, es porque no te quiere —sentencia medio en serio, medio en broma. Recoge los cartones que le hemos ido guardando y los amarra con un cordelito. Por cada libra le darán diez centavos.
Ágil como un perro de caza, es curtido y flaco, lleva en los ojos el fantasma líquido de quienes vieron mucho tiempo el mar. No sabemos su nombre, lo llamamos simplemente “Viejo”.
—En Cuba, cuando era joven, siempre tenía dinero, dinero y mujeres, pero aquí hay que hacer lo que sea. Fíjate, soy cartonero y me casé con una sola —vuelve a reírse. Le insiste a Alejandro en que no permita que su mujer no lo llame papi y se larga. Su camión traquetea a medida que se aleja, se pierde en la nada polvorienta de Opa-Locka.
Me quedo afuera y enciendo un cigarro. Las tardes de mayo son bellas, con toda esa luz que cae sobre las cosas, una capa fina de naranja y miel. Tal vez la luz sea lo único que importa, lo único que quiebra lo monotonía de días siempre iguales en una ciudad que insiste en preservarse idéntica a sí misma, asida al pantano. Mamá dice que Miami es tan rara porque está construida sobre un cementerio tequesta. Replico que no toda la ciudad; que el cementerio, descubierto hace poco, está debajo de Brickell y que ella ha leído demasiado a Stephen King.
—Peor todavía —bota humo y arruga la cara—, debajo del corazón financiero. Por eso la ciudad no progresa.
Es verdad, mami, esta ciudad no progresa y suceden cosas extrañas. En las noches veo gente vestida de negro que deambula por ahí, que camina en un lugar donde caminar es sospechoso. Seguro es la Muerte. Una muerte customized, hecha a la medida del cliente, que busca a alguien. El hombre cetrino con gabardina y paraguas, la muchacha regordeta con aire de cocotte, el joven del corbatín con cara de actor aspirante, ¿a quiénes iban a buscar? ¿Qué muerte customized vendrá a buscarme?
El humo del cigarro asciende lento, se eleva al cielo, se escapa con la levedad volátil con que quiero escaparme. Dos empleados del warehouse vecino me saludan y se paran cerca, también a fumar. Suelo encontrármelos con frecuencia y a veces hablamos, un haitiano y una gringa que siempre andan juntos. Ella, cuando se ríe, echa la melena hacia atrás. Él, cuando se pone nervioso, mete las manos en los bolsillos. Se gustan, lo sé, me lo dice la forma en que se miran, pero creo que no tienen nada. Hollywood estaría contentísimo, el romance interracial del año. Interpretan Idris Elba y Emma Stone.
Mi jefe llama, interrumpe mis cavilaciones. Su voz es una regla de metal que se cae y rebota contra el piso, una soga que me amarra las muñecas. No me deja respirar, existir, progresar. Yo tampoco progreso. Doscientas veinticinco camisas me esperan para ser dobladas y el sopor de unas cajas que se acumulan por todas partes en el espacio de las prohibiciones. Prohibidas las uñas largas y pintadas. Pueden dañar la tela, ensuciarla. Prohibidos los shorts, ni siquiera en verano cuando el ventilador industrial se chupa el aire caliente y lo suelta de nuevo. Los muchachos, me dice —usted sabe cómo son los hombres—, se distraen con las piernas. Media hora para almorzar. Si me paso, me lo descuentan. Dos años sin vacaciones, antinovela de Julio Verne, nada de beneficios. Dos años sin mí, dos años enferma. Aquí hay que hacer lo que sea.
Hoy es viernes y toca quedarse hasta tarde, esperar al camión que viene a buscar la mercancía. El jefe sale temprano y yo aprovecho y me escapo, doy una vuelta por Opa-Locka. En la calle, señoras con pañuelos de colores me miran con recelo, unos niños juegan descalzos en una ciudad donde los niños ya no juegan. Pero todo en Opa-Locka —con su hachís art decó y su adagio destartalado— está fuera del tiempo. Algún día escribiré sobre ella y sobre la muerte customized, que va a buscar gente, pero no hoy. Hoy solo querré sentarme en mi patio y tomarme una cerveza. No escribir, no pensar. Ojalá pudiera llevarme a Alejandro, meterlo en mi cama, contarle las pecas; pero Alejandro nunca va a fijarse en mí. Quiere a su mujer y su mujer lo quiere, aunque no le diga papi.
Llega un camión blanco, sin logo. Alejandro se entiende con los conductores, porque los camioneros casi nunca me hablan, y yo arrastro pallets con un carrito. Lucen apurados. Supongo que, como todos nosotros, quieren irse a casa. Probablemente tengan familia, mujeres que sí les dicen papi y mi chino y mi chuli. Parrilleras y niños; pavo para Thanksgiving y verde para Saint Patrick. Terminamos de cargar lo más rápido que podemos y ellos se marchan. No dejan recibo, anoto el número de placa en el celular. También nos vamos.
El lunes Alejandro me recibe hosco. Medio dormida, revuelvo azúcar en un café aguachento.
—La mercancía no llegó —suelta sin darme los buenos días.
—¿Cómo que no llegó?
—Tenía que llegar esta mañana y no llegó.
—¿Llamaste a la compañía? —Me doy cuenta de que acabo de preguntar lo obvio.
—Sí, dicen que no saben nada, que el camión no es suyo; que, cuando uno pide un camión, ellos contactan a otras compañías. Si tienen unidades cerca, las mandan.
—¿Y entonces?
—Nada, que ni idea de cuál era la sub-compañía, no me fijé. No sé qué carajo voy a decirle al jefe.
Luce cansado, siempre luce cansado. Creo que no tiene que ver con el jefe ni con las cajas ni las camisas, sino con algo más denso que solo él conoce. Cuando entró al warehouse, recién llegado de Caracas, estaba amarillo y flaco. En un mes recuperó el color, pero aún luce desangelado.
—¡Lo sabía, sabía que había algo raro! No es que no te fijaste: es que ellos no tenían logo, pero yo anoté el número de placa —afirmo con suficiencia de Sherlock Holmes—. De todas formas, mejor esperamos y no decimos nada. A lo mejor es solo un retraso.
Pero no era un retraso, sino un embarazo o, al menos, una situación embarazosa. Han pasado dos días y la mercancía no aparece. Le contamos al jefe. Se pone púrpura y en la frente le late una vena. Él y Alejandro se encierran en la oficina y oigo gritos. Alejandro sale cabizbajo y me cuenta que pusieron la denuncia. Al rato, aparecen dos policías. Uno es un americano inmenso, muy amable, con los brazos cubiertos de pelusa rubia.
A ese le haría frijolitos los domingos. El otro, cuyo acento sureño me cuesta entender, no es tan amable y me mira con suspicacia: seguro la brown está metida en el paquete. Toman nuestros datos y nos hacen mil preguntas. En las cámaras de seguridad no encuentran gran cosa. Los camioneros se ven siempre de espaldas y nosotros de frente, como si tuvieran todo calculado. El rubio anota el número de placa que guardé y dice que tal vez no sirva de nada, que podrían haberla cambiado, pero que igual van a investigar. Se largan y me quedo pensando en el video, en que camino como mi abuela, arrastrando los zapatos.
En la boleta de denuncia leo una cifra: quince mil dólares en mercancía. Temblamos. El jefe se estira y se estira, se vuelve una mole inalcanzable. Desde arriba nos advierte que tenemos que prestar atención, que nadie puede irse sin darnos recibo, pero agrega que sabe que no es nuestra culpa, y suspiramos aliviados. Al día siguiente, vuelven los policías. Explican que fue un hackeo; que, cuando la compañía llamó para ver quién tenía unidades disponibles, hubo un hackeo. No ubican la placa, van a rastrear las cámaras de los semáforos. En los ochenta, en Miami se mataba por drogas y a la Flagler, por los tiroteos, le decían Vietnam. Ahora se cometen ciber-crímenes para robarse un camión con camisas de mal gusto. Qué diría Brian de Palma.
Hoy nuevamente es viernes. Nadie habla, solo se escucha el ruido del ventilador. El teléfono suena y Alejandro contesta. Es la policía, encontraron el camión cerca del aeropuerto. Lo dejaron abandonado sin llevarse nada, ni una sola camisa. Ellos no entienden y nosotros tampoco. Alejandro y unos trabajadores de otro local salen a buscar la mercancía y yo me quedo a esperar al viejo. Aprovecho la soledad para fumarme un cigarro y me encuentro de nuevo con la pareja vecina. Les cuento que el camión apareció con todo intacto y también ellos se extrañan. ¿Qué querían? ¿Qué falló? ¿Era solo para divertirse? Me monto una película: seguro somos
una prueba, van a robar algo mayor. Me monto otra: un camionero loquísimo, cansado de todo, se roba un camión y tiene una crisis existencial. Se va por ahí, abandona todo y la vida le vale verga. Protagoniza Matthew McConaughey.
Escucho el traqueteo de los cartones. El viejo sonríe al verme.
—¿Y el muchacho?
—Tuvo que salir.
Me dan ganas de decirle que no, que todavía su mujer no le dice papi; confesarle que, aunque yo insista en negarlo, estoy enamorada de Alejandro y Alejandro no va a mirarme, no va a distraerse con mis piernas. Es una época terrible para los románticos, ¿sabe? Una época cínica. El amor es cosa demodé. Me dan ganas de contarle sobre el camión robado, sobre semejante incongruencia, y mi falta de comprensión del mundo que me rodea. Decirle que tal vez el camión solo tenía que morirse y los camioneros eran su muerte; que todo esto pasa por el cementerio tequesta, pero me freno. En silencio, lo ayudo a amarrar sus cartones.
***
Entrevista a Nara Mansur Cao, por Ignacio Vázquez
Nara, quisiera comenzar preguntándote por tu infancia. ¿Cómo fue tu acercamiento a la lectura? ¿Recuerdas qué lecturas hubo en tu niñez y adolescencia? ¿Hubo alguna que consideres fundante?
Nací en una familia lectora, de profesionales universitarios, con tradición de maestros y maestras, amantes de la historia, de la literatura cubana, filocomunista por parte de mi abuelo materno, y tremendamente consagrada a los rituales –la comida, las reuniones familiares, las celebraciones de cumpleaños y santos por parte de mi abuela materna.
La familia de mi madre es la que me educó sentimentalmente; sin embargo, físicamente soy muy parecida a mi lado paterno; mi padre es hijo de libaneses, inmigrantes que llegaron muy jóvenes a La Habana de los 1920 y se convirtieron en exitosos comerciantes.
Creo que hay muchas lecturas, escrituras y textos formativos, que en mi caso no provienen de libros: he sido muy lectora de publicaciones periódicas y de libros de la biblioteca familiar, pero también de discursos, oratoria, textualidad proveniente de actos escolares y barriales, obras para teatro aficionado que eran algo muy común y extendido en mi infancia y adolescencia, cancioneros, asambleas; digamos que le puse mucha escucha o me atravesaron estas palabras, historias que no forman la cultura libresca, “las historias contadas”, los contenidos, sino en contacto con lo popular, lo comunitario y armado, tejido, dialogado, entre muchos.
Si tuve una formación inicial fue la de espectadora de ballet: mi familia iba siempre, desde las matinés de los domingos de las que recuerdo El flautista de Hamelin hasta repertorio internacional y de coreógrafos cubanos (Gustavo Herrera, Alberto Méndez, Iván Tenorio, entre otros) en temporadas y festivales. Creo que vi todo o casi todo el ballet que se estrenó en el Teatro García Lorca hasta mediados de los años 90. Después dejé de ser esa espectadora fiel del ballet clásico pero quedé marcada por esa idea de lo escénico, lo romántico, fantasmal, de criaturas muy artificiosas, cubiertas de texturas como el tul, el encaje, una idea de atrezzo o utilería, de fatum, y también una escena para nada condicente de la realidad: esa noción de que el teatro, el arte en general, es muy diferente a la vida en su representación.
Mi abuelo materno, Roberto Cao Scott, era un gran lector, había militado en el Partido Socialista Popular, participado en ese mundo muy politizado de los maestros cubanos durante el machadato y los gobiernos que le sucedieron antes del triunfo de la Revolución. Recuerdo, de mi infancia, libros de Félix Pita Rodríguez, Rubén Martínez Villena, María Villar Buceta, Enrique Serpa y de autores consagrados como Alejo Carpentier, Lezama Lima o Nicolás Guillén (por sólo mencionar a autores cubanos)… pero también materiales mimeografiados donde leía a la maestra internacionalista Rosa Pastora Leclere, a quien homenajeo en uno de los textos de El trajecito rosa (Buenos Aires Poetry, 2018), informes, proyectos de programas de estudio, ese tipo de escritura que no cuenta historias, no tiene principio ni fin, sino quiere imaginar, iniciar algo inexistente en el momento en que se redacta a la manera del libro de memorias, la relatoría, el manifiesto, el acta que da cuenta de una asamblea gremial.
Por otra parte, junto a mi abuela Margarita Cortázar Ulloa, que había estudiado en la Escuela del Hogar, eran muy aficionados al arte, lo entendían como una fuerza de emancipación, no como consumo sino en su instancia liberadora, de bien común. Estaban asociados a Pro Arte Musical (fundada en 1918 por un grupo de mujeres lideradas por María Teresa García Montes de Giberga y más tarde por Laura Rayneri de Alonso, madre de Fernando y Alberto Alonso, suegra de Alicia Alonso), entonces en mi casa junto a las publicaciones de mi tiempo, estaban algunos números de esa revista antigua y otras como Bohemia, en los que me sumergía en otro mundo, portadas en las que aparecían bailarinas como Alicia Markova, Margot Fonteyn, sopranos como Eva Likova o Giulietta Simonato, pianistas, acercamientos musicológicos…
Aún recuerdo el olor de esas páginas blanco y negro de papel cromado, y al final avisos, publicidades: Brioso, por ejemplo, y otros negocios que vendían zapatillas de ballet, tutús. Instrumentos musicales… Leo esas revistas, leo guiones para actos políticos, digo “Permiso para interrumpir la asamblea” y leer un discurso que no escribí yo, en una reunión barrial de vecinos. Creo que hay mucha palabra prestada en la infancia con la que desarrollamos unos vínculos de deseo y extrañamiento, de cercanía y ajenidad que acompañan lecturas en solitario, una primera, Corazón de Edmundo de Amicis (que no se lo he dado a leer a mi hija, ¡ja!). Mi maestra de primer grado Esilda Inerarity Carbonell me lo regaló con una dedicatoria entrañable. A esta altura no sé qué es más importante: si las historias de ese libro o cualquiera de los que leí siendo niña o la dedicatoria de una maestra extraordinaria, su persona, su voz leyendo o cantando en la clase de Música.
Decir un texto en escena también lo recuerdo como algo iniciático, estaba en primer o segundo grado cuando representamos La violeta triste de Adalett Pérez en el Teatro Mariana Grajales, yo hacía de Señor Sol y mi mamá me mandó a hacer un gran tocado de rayos en la cabeza con Elvira, una antigua sombrerera de Fin de Siglo (una famosa tienda por departamentos, al estilo de Harrods aquí), que también nos hizo boinas para la escuela porque escaseaban las del uniforme en esos años.
Tu formación ha sido en Teatrología. ¿Puede ser, arriesgo una hipótesis, que algo propio del teatro se entremezcle, por ejemplo, en Tres lindas cubanas. Un romance de entreguerras? Hay voces que interpelan, hay voces que monologan, hay una suerte de coro de conciencias hablando en voz alta, e incluso preguntando.
Creo que todo lo que escribo es teatro o una variante performativa que tiñe, identifica, convive. Me anima imaginar palabras en acto, a viva voz, encarnadas, corporizadas. Quiero escribir textos que se muevan, se presentifiquen, se modulen en voz, en gestos. La formación teatrológica creo que fue en un punto fascinante: conviví los dos primeros años de universidad con mis compañeros actores y actrices, o con los que iban a estudiar dirección teatral, y en un marco mayor, con artistas plásticos y músicos.
En Tres lindas cubanas. Un romance de entreguerras eso está llevado al extremo porque hay un desplazamiento del yo al tú, al ella, al nosotros, hay personajes que están siendo interpelados por otros pero también por lo ausente y agobiante, o por una idea de política correctiva, de orden externo al deseo salvaje del amor –lésbico/por fuera de la ley/no correspondido/disidente–; que en una parte del libro le habla directamente a la escritora –publicar un libro de tres frases– en los términos del dictamen del género literario, de extensión del libro, de derechos de autor, de cantidad de lectores. Esa investigación –defiendo con pasión la investigación como fuerza generadora y que hace posible mis libros y otros muchos que amo leer y defender– se inició con la lectura del Orlando de Virginia Woolf para una reescritura que hará Teatro El Público en La Habana. Entregué unas pocas carillas pero me quedó mucho material y lo seguí alimentando y cruzando con otros que arman este libro –que se puede leer como un poema novelado o dramático– repleto de inscripciones, intertextos y genética mujeril donde conviven Olga Orozco, Rosa Ileana Boudet, Broselianda Hernández, Vita Sackville-West, Hélène Cixous, Alejandro Urdapilleta, entre otros.
En el mismo sentido te pregunto algo un tanto obvio: en tu poesía creo notar, a veces, como ramalazos de música popular, como si hubiera una radio de fondo pasando a Bola de Nieve o a Xiomara Alfaro o esas orquestas antiguas de son. O de pronto aparecen versos breves- no quiero – ay, no, no!- que parecen salidos de canciones. Y la pregunta obvia es qué música de Cuba disfrutabas o disfrutas aún escuchar.
En ese libro algunos de los materiales visitados e incorporados son canciones: “Tres lindas cubanas” de Guillermo Castillo y “Esas no son cubanas” de Ignacio Piñeiro, que subrayan la clave de lectura hacia la tríada: Hijo – Espíritu – Santo como decir Apaga – la – candela. Dolce far niente.
Me formé, me eduqué escuchando, cantando, anotando las canciones de la Nueva Trova, en especial de Silvio Rodríguez. El impulso a escribir mis primeros poemas en la adolescencia están cerca de esa provocación. Pero el mundo cambió con la caída del socialismo en Europa, con todo el proceso de profundo debate de los años 90 en Cuba; he vivido en varias Cubas desde que nací en 1969, la actual: la encrucijada más difícil, la carnadura trágica en toda su evidencia.
Entonces, esa música trovadoresca, esa “alta cultura” de canción de texto, me dejó de interpelar. Siento que esa música no supo o no pudo interpelar a la sociedad desde esos años, como sí le hablaron formas más populares como la salsa o el rap. También porque poner el cuerpo, bailar, fue indispensable. No más sentarse a escuchar música. El ritual cambió, era una celebración desaforada, en muchos casos violenta, pero era una fiesta, y nadie la paraba. Entonces pensé mucho en otra música, en esos cantantes tildados de “arte menor” que eran presencia constante en la televisión como Farah María, Mirta Medina, Héctor Téllez, Annia Linares,… todo ese universo del bolero, la balada, el cabaret, tremendamente popular, me sacudió, me habló, se metió en mis obras; toda esa música de cierta “bajeza intelectual” me erotizó tremendamente, junto a un repertorio internacional: Jeanette, Roberto Carlos, por ejemplo… mi obra Ignacio y María está llena de estas referencias. Me hubiera gustado que el montaje de Corina Fiorillo que tuvo tan buena acogida aquí (obtuvo tres nominaciones a los Premios ACE) conservara todo ese universo pop setentero cubano pero sólo se mantuvieron algunas referencias musicales. En cambio, sumó mucho de repertorio latinoamericano: Víctor Jara, Calle 13… por lo que me hizo pensar en los desplazamientos y marcos de las obras y los lectores y espectadores que construimos y postergamos; en que escribimos e imaginamos siempre universos desprendidos, autónomos, que construyen su propia erótica por fuera de nuestra intuición y voluntad. Y ahí está nuestra ofrenda, nuestra debilidad, nuestro sacrificio, nuestro poder.
En el mismo sentido que la pregunta anterior: definís al perfume Arpegio como una sinfonía floral. Es oportuna esa aclaración final dado mi casi completo analfabetismo en perfumes. En fin, ya te habrás dado cuenta de que ésta es más una nota al pie que una pregunta.
Arpegio es el perfume que usaba mi madre cuando era muy jovencita. Es una creación de la casa Lanvin de 1927 para celebrar los treinta años de Marguerite, la hija de Jeanne Lanvin. El logotipo representa a una madre y su hija bailando. Este libro es un largo poema a la muerte de mi madre y está estructurado en varias partes: El, Elle, Et al y El nombre. Lo siento como un paisaje sonoro, donde se muestra el dolor o la pena en algo que puede ser balbuceo, grito, síncope de la palabra, de la poeta pero también resurrección… en muchos sentidos pienso que fue dictado por mi madre.
Ella me ha amado tanto, que me ha regalado mi mejor libro; a veces lo pienso así. Aparece ella viva y muerta, junto a mi padre, ambos comparten ese sonido que en español suena “el” y que al escucharlo no podemos identificar si se refiere a la madre (elle) o al padre (el) escritos, fundidos, confundidos en una trama de repeticiones, chorro, silabeo, glosolalia, eucaristía, como lo describe Ana Arzoumanian en la contratapa. Estamos acribillados por narraciones de todo tipo, incluidas las de la muerte pero no quería escribir algo –creo que me pasa siempre, pero aquí está muy radicalizado ese deseo– directamente de la muerte y la pena, sino un canto, una sucesión de efectos sonoros que armaran la enfermedad, el duelo.
Y también y más nítidamente, las escenas de la creación del perfume y de mi madre en Praga a donde fue a hacer su doctorado en Lingüística sobre las formas del futuro en español. A los estados del libro los acompaña una descripción del término arpegio en música. ¿Podré hacer sonar entonces esta elegía, este momento de construcción que es a un mismo tiempo de colapso?
Sos parte de una ya extensa diáspora cubana. ¿Por qué elegiste la Argentina, en 2007? ¿Cómo fue dicha experiencia desde el lenguaje y en tu escritura?
Me enamoré del teatro independiente argentino cuando vine por primera vez en 2000. Había visto hacía poco tiempo, en el Festival Iberoamericano de Cádiz El pecado que no se puede nombrar, montaje de Ricardo Bartís a partir de textos de Roberto Arlt. En esa primera estancia estuve compartiendo junto al Baldío Teatro y vi otras obras, como Ritual de comediantes de Javier Margulis, y mucho de lo que en ese momento producía El Séptimo, un conjunto de artistas que adherían al teatro de grupo.
Después, pude venir en 2004 a estudiar dramaturgia por seis meses al estudio de Mauricio Kartún y tomé otros talleres y asistí a un montón de clases y funciones de teatro. A partir de esa estancia preparé el monográfico Buenos Aires: ¿la forma se condensa o se despliega? para la revista Conjunto de la que era editora.
El teatro independiente argentino me inspiró mucho a escribir junto a textos extrañamente teatrales –mis preferidos– como Border Brujo de Guillermo Gómez Peña, que ayudé a editar en mis primeros días de trabajo en el Departamento de Teatro de Casa de las Américas, hacia 1994.
Junto al descubrimiento de una escena teatral muy productiva y vital, sucedió otro, más visceral, enamorarme de Guillermo Esborraz, un actor y músico argentino que participó de un montón de obras de El Baldío. Tenía muchas ganas de ser madre y aunque me significó perder unos vínculos laborales que apreciaba tremendamente y que no he replicado aquí: ser profesora de Dramaturgia de las Universidad de las Artes y formar parte del equipo de teatro de Casa de las Américas; decidí venir, probar, cambiar, lanzarme al vacío también.
La mayor parte de mis libros los he escrito viviendo en Buenos Aires. El primero en armarse por entero aquí fue Manualidades (2011, Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén, Premio de la Crítica Literaria en Cuba).
Creo que mis textos desde entonces están repletos de guiños e incorporaciones léxicas, motivos, provenientes de obras de teatro, de lecturas, debates, vividos en estos quince años. No creo que lo tematice, que haga “el cuentito de mi vida transportada”, no me aparece este deseo; también porque pienso, como solía repetir Pompeyo Audivert en su estudio- taller El Cuervo, que “el tema es el acontecer”.
En Cuba, durante bastante tiempo, hubo una fuerte interrelación entre política, literatura y vida privada. ¿Sigue habiendo ese correlato tan estricto? Se me vienen a la memoria ejemplos como Virgilio Piñera, Heberto Padilla o Reinaldo Arenas, por citar los resonantes. Dado que es una pregunta demasiado general (y que pueda estar mal formulada), la puedes redireccionar a tu historia personal. ¿Hay una forma de interpelar al Estado o a cierto orden de cosas desde el teatro y la poesía? ¿Cómo entraría allí una perspectiva feminista, en la que todo lo personal es también político?
Creo que es un momento el actual de un debate muy radicalizado sobre las relaciones del arte y los artistas con el estado y la vida institucional en Cuba.
Y sobre el país que queremos construir, con más derechos de inclusión y participación ciudadana. Es una reflexión que demanda historizar vínculos y enmarcarlos en debates sucesivos que no solo atañen a Cuba. Participé de una vida institucional (siendo gestora cultural, docente universitaria, escritora, dramaturga), siendo crítica y escuchando a gente muy exigente con los propios equipos de trabajo y también con los contenidos que se generaban, abriendo espacios de participación, construyendo junto a gente muy distinta de mí; el arte cubano, desde mi experiencia, ha sido tremendamente crítico y nada condescendiente con el poder.
Mencionas a tres escritores que fueron censurados, que tuvieron un enfrentamiento durísimo con la política cultural de su tiempo. Pero esa política cultural ha sido reescrita, redireccionada, en sesenta años. Podemos pensar la creación del Ministerio de Cultura en 1976 (cuando aquí se estaba produciendo el golpe militar) como un gesto que el poder concedió, pero también podemos pensarlo como resultado de la lucha de artistas e intelectuales de ese tiempo contra una política cultural dictada por la Seguridad del Estado y no autónoma, desde las instituciones del arte y la cultura.
Tristemente han vuelto a encarcelar a artistas, a censurar obras, tristemente han salido artistas que denuncian haber sido expulsados, conducidos por la fuerza a abandonar el país. Es injustificable, ilegal, y no se condice con años de apertura, de debate, y de desarrollo de un pensamiento crítico en el que nos formamos y que expresamos en nuestras obras cientos de nosotros.
Con la tecnologización y la vida en redes se está leyendo como nunca antes el marco, la construcción del personaje artista y menos la obra o las obras. Dicho esto, me sorprende lo poco que se conoce a los escritores cubanos en Buenos Aires, ni qué decirte los dramaturgos. Lo mismo vale para los que venimos participando de la gestión cultural.
Me pregunto también si la crítica -cuando nos estudia- está leyendo en proceso, si está leyendo entre expresiones artísticas como muchos de nosotros estamos creando/escribiendo en Cuba (o como entiendo que hice y sigo haciendo). Si estudio la poesía cubana de este siglo, por ejemplo, me es imposible leerla sin las relaciones con la dramaturgia del siglo XXI en la que hemos producido materiales liminalmente poéticos, actos de un estar poético en el mundo. O si estudio producciones narrativas, ¿se pueden leer por fuera de lo que la dramaturgia cubana ha entendido / desentendiéndose –diríamos– del concepto de acción, tan caro a la ficción, al drama? A mi entender, la dramaturgia es la escritura más radicalizada en lo que va de siglo en Cuba.
¿Pero no sucede algo similar aquí? ¿Cómo pensar las narrativas contemporáneas si no se incluye la dramaturgia de Mauricio Kartun, Rafael Spregelburd, Mariano Tenconi Blanco o el relato cinematográfico de un Mariano Llinás, por ejemplo?
También gran parte del teatro cubano de estas primeras décadas de siglo XXI no dialoga y elige en muchos casos adherir al monólogo, a largos bloques sin respuesta, ¿no está mostrando la crisis de un debate postergado, necesario, que se boicotea desde los flancos en disputa? ¿No tendemos a reproducir el propio modelo que denunciamos por inoperante e ilegítimo?
Me pregunto, entonces, cuán difícil debe ser leer nuestras escrituras por fuera de compartimientos estancos y con la distribución tan deficiente de las obras, de los libros editados en el país. Siento que sobre Cuba prima ahora mismo una lectura de ciberespacio, donde conviven impresiones, escrituras de muy distinto calado, y ahí cada uno va armando su mapa, ejemplificando y argumentando como quiere y puede. Una de las evidencias de que el bloqueo existe y se reproduce, es el desconocimiento de las obras editadas en Cuba y la crítica que las estudia.
Por otra parte, adhiero a sentirme interpelada por la política cultural generada por intelectuales y artistas y no por la policía política; es también una forma de emancipación.
Siento que en Buenos Aires se atiende más a la pertenencia de un autor a los circuitos internacionales que a lo que obras y autores de América latina y el Caribe construyen en sus propios contextos o territorios.
Contanos de tu amistad con Basilia Papamastiú, escritora argentina que reside en Cuba desde 1969.
A Basilia la conoce todo poeta joven que comienza a leer, publicar, a asistir a lecturas y presentaciones. Esta parte de su vida como gestora cultural, al frente de colecciones de poesía, como editora, la ha marcado y nos ha marcado a muchos. Su espacio Aire de luz presenta desde hace décadas cada mes a autores, en gran parte emergentes. Ella es de las primeras en descubrir, dar a conocer, impulsar, acompañar a muchos de mis colegas, yo entre ellos. Y está su poesía, de las más inteligentes y sensibles que se producen en la isla.
Ella llega a Cuba el año en que nací. Llega desde Francia, ya es mítica esa parte de su vida en la que participa de una vida intelectual de élite, desde lecciones en La Sorbona a la amistad con Julio Cortázar. Sueño con editar un libro con textos de ella y de Soleida Ríos, dos escrituras magníficas, criaturas un tanto exóticas, poetas sofisticadas, investigadoras, permeadas de mundos tan distintos y abiertas a lo propio e íntimo, solitarias en medio de gente de varias generaciones que las acompañan.
Presenté en la Biblioteca Nacional en 2015 junto a Noé Jitrik y Luis Chitarroni su libro Eso que se extiende se llama desierto.
La estudiosa Nanne Timmer, al escribir sobre la percepción de la temporalidad en Cuba, afirma que “Abundan las construcciones de un eterno presente tanto en la retórica del Estado como en el negocio del turismo que vende la imagen de una isla fuera de toda zona de modernidad”. ¿Compartes esta idea o la matizarías? ¿Cómo ha sido tu percepción del tiempo mientras vivías en Cuba?
Pienso en un tiempo en que estábamos tomados por la idea de futuro, éramos una sociedad tremendamente creyente, cuasi religiosa, entendiendo la religión aquí como una cosmovisión con un sentido de trascendencia, de culto, de fe, de compromiso. Ese tiempo para la sociedad dejó de ser futuro (esa esperanza de mundo mejor no llegó) y se “presentificó” por la precarización de la vida cotidiana, por el diario “resolver” de casi todo; ese presente aquí y ahora al límite; en ese presente se malvive, y al mismo tiempo, se lanza la casa o casita por la ventana, se comparte lo que se tiene (“donde comen dos comen tres”, “pasa para que tomes café”). Siento que también hay mucho del pasado en el horizonte de expectativas: nostalgia por épocas pasadas de un mundo que era mejor y que se perdió, desapareció.
Detesto la visión turística que abunda tanto para entender / expresar / contar lo cubano, la exacerbación de lo temático, de esos ingredientes que no pueden faltar para que la obra sea “identificada” como cubana. Junto a esto, es frecuente leer en foros de viajes a Cuba, la “lección de vida” que damos como pueblo: seguir siempre adelante. Es muy paradójico, casi perverso.
Cuba tiene esa convivencia de lo antiguo y anacrónico (se confunden a veces los sentidos) con una sociedad del futuro a un mismo tiempo; la precarización agobiante de la vida junto a redes de contención animadas por la sociedad civil que se autoconstruye todavía solidaria, innovadora, de consumo circular, siempre fue así. Y contrastes tremendos. Sobre las políticas de cuidado, tan caras y urgentes al feminismo hoy día, el estado tiene uno de sus mayores desafíos en un país con un porcentaje elevadísimo de ciudadanos de la tercera edad, y otro de jóvenes que emigran porque no ven un futuro posible allí.
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Notas sobre una trayectoria barroca, andina, estructuralista, tropical
por María Elena Blanco
En estas notas dispersas, escritas contra el tiempo, con la persistente sospecha de que nada es eternamente cierto ni falso ni pasajero ni definitivo, saldrán a relucir algunas de las obsesiones personales y literarias que me llevaron a escribir los ensayos reunidos en este libro y que me seguirán asaltando hasta que el mundo llegue a su total destrucción, ya que no a su máxima perfectibilidad, o más probablemente hasta el fin de mis días. No hay aquí pretensión científica ni académica, sino un estilo personal. Su propósito, como el de esos otros textos, es plasmar la andadura del pensamiento partiendo de alguna vivencia, una imagen, una palabra en que resuene la carencia, el deseo o el dolor de Cuba: una deriva que irá recogiendo a su paso restos de lecturas, conversaciones, sueños. Todo comienzo es arbitrario y azaroso y así será este, por fuerza in medias res, teniendo en cuenta que es también un regreso. No dudo que estará lleno de tropiezos pero «solo lo difícil es estimulante» nos dejó dicho Lezama, siendo lo difícil «la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido […] para ir después hacia su reconstrucción, […] que es su visión histórica» (Lezama Lima 1993: 7). Por puro espíritu de contradicción, haré de lo difícil el camino inverso, a saber, la forma en devenir (el ensayo) que va desde su reconstrucción hacia una visión poética de un paisaje sin destino.
Desde mi descubrimiento de las comidas profundas de Antonio José Ponte que inspiraron, en la cúspide del «período especial en tiempo de paz», las devoraciones y disquisiciones conceptistas o culteranas del Apátrida y el Famélico, pasando por la ya veterana invención de la nouvelle cuisine cubano-miamense y la relativamente más reciente invasión cubana de la gastronomía mundial liderada por el mojito y la ropa vieja en peculiarísimas (per)versiones nacionales, y previendo incluso la inminente americanización, con o sin desbloqueo, de la libreta de racionamiento, han transcurrido casi 20 años, que vienen a sumarse a otros 35 desde que en febrero de 1961 me subí a un avión de Aerolíneas Argentinas en el aeropuerto de La Habana para nunca más volver a vivir en la que era mi ciudad. Lo que se conocía como vivir allí, pues hace mucho que ese concepto pasó a ser un mero sobrevivir –supervivencia o sobresalto– debido a un empobrecimiento demográfico, deterioro material y desgaste económico y social sin precedentes en la Cuba republicana, sumados a las veleidades y modalidades de la represión política. Haciendo otro cálculo, más eufemístico y no por ello menos desolador, mi primera visita a Cuba después de la minucia de 29 años de exilio coincidió con el inicio del período especial en 1990, y estuvo seguida de visitas sucesivas durante ese decenio hasta 1998, año que en principio marcaría una leve mitigación de esa etapa de penuria extrema «gracias» a una nueva dependencia económica, esa vez de Venezuela, con la llegada de Hugo Chávez al poder.
A estas alturas de mi exilio, da igual si ponemos parcialmente la mira en 29 o 35 años o en el total contante y sonante, hoy, de 55. Si el «asunto» del período especial fue un hemingwayano «tener o no tener» (García 2007: en línea) que, a diferencia del otrora triunfalismo del autor de «Tengo» (poeta insigne de la Revolución), se caracterizó más bien por el no tengo de la ingente mayoría estrangulada económicamente a causa del doble estándar monetario basado en la tenencia o carencia de dólares, el asunto del exilio –y concretamente del mío, la segunda oleada del exilio histórico: «de 1959-1961, continuada hasta 1970» (García 2007: en línea)– fue de índole similar, aunque por razones distintas. Al releer ese monólogo escindido o diálogo de mudos que es «Devoraciones» saltan a la conciencia las tres dimensiones de ese carácter común: la pérdida inicial, el estado prolongado de ausencia o carencia, y el incontrovertible deseo, que se han materializado o simbolizado o sublimado en contenidos, lenguajes y modos diversos en la Isla y en su exterior. Deseo violento de Isla entera que empezaba a abrir grietas en la gruesa cortina de humo entre la Isla y el mundo.
Flashback. 1994. Madrid. «La Isla Entera». Coloquio, simposio o potencial encontronazo de colosos y gladiadores. Los de allá llegaron de chiripa (y no todos), después de una kafkiana carrera de obstáculos orquestada por la UNEAC y los de arriba, nerviosos ante las imprevisibles consecuencias de este remake del Encuentro de Estocolmo del año anterior (1993). Los de acá queriendo estar y no estar. Algunos hasta llegaron de espejuelos oscuros. Por lo de políticamente correctos, claro. Yo no me lo iba a perder, así que a Madrid, Casa de América. Además, allí debían de estar, participando o no, viejos amigos como Kozer, Rodolfo Häsler, Felipe Lázaro, Pío Serrano; tal vez llegasen las queridas poetas Reina María Rodríguez y Cleva Solís; escritores y críticos conocidos el año anterior en Cuba o en Guadalajara como Jorge Luis Arcos, Prats Sariol, Efraín Rodríguez Santana, Enrique Saínz; y nuevos amigos de exilio hechos al calor de la poesía y del arte, venidos de por ahí, como Pepe Triana (París), Manuel Díaz Martínez (Canarias), Heberto Padilla (Estados Unidos); y los «madrileños» Alberto Lauro, José Mario y Waldo Balart, además de Jesús Díaz, el creador de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, que pronto nos acogería a muchos en sus páginas. Y fuera de serie, aunque dentro del programa, un ícono de la generación de Orígenes, Gastón Baquero, y una diosa, poeta de culto: Nivaria Tejera. Felipe Lázaro hacía las presentaciones: con Nivaria, temerosa, aturdida por la muchedumbre (y por la incertidumbre ante posibles reacciones), sólo unas palabras, un rápido apretón de manos y la esperanza de reencontrarnos. A Baquero, al día siguiente, una visita inesperada, junto a Rodolfo Häsler, guiados por Felipe. Allí estuvimos, en su legendaria habitación, donde el poeta recibía sentado en una butaca rodeada de una cordillera de libros apilados subiendo y bajando por las paredes y de mares de libros explayándose en horizontalidad, sin casi un resquicio por donde deslizar su esbelta figura desde el céntrico trono. Supongo que así podía guardar sus distancias, de ser preciso. Pero lo que es a nosotros nos animó a adentrarnos en su sanctasanctórum y nos deparó una amabilidad conmovedora: nos agradecía la visita, nos invitaba a volver. La Isla Entera terminó inevitablemente en comilona y tomatera según las distintas afinidades electivas. A la salida nos llama Jesús Díaz para contarnos de la revista que se propone crear y pide nuestra colaboración. Unos dos años después nacería Encuentro, que brindó un espacio de información y creatividad a lo mejor de la intelectualidad cubana de todas las orillas. Ante la perspectiva de volver sola al hotel esa noche me despido pronto, a lo que Heberto Padilla, protestando, me espeta: «a ti lo que te sobra es el marido». Heberto y su palabra filuda. Era en broma, naturalmente. La mañana siguiente, más cañas y tapeos y el infaltable recorrido por las librerías madrileñas. El coloquio «La Isla Entera», debido al carácter limitado de la convocatoria y a la prohibición de viajar impuesta a varios invitados por los poderes fácticos de La Habana, dejó a muchos indignados. Y a algunos, como yo, convidados de piedra, ávidos de Isla entera, por unos brevísimos momentos un poco resarcidos, contentos.
Ante la pérdida del suelo y la ausencia del dulce hogar habanero, mi deseo de devoraciones ha podido aplacarse recurriendo a laboriosas disciplinas como la etimología, la geolingüística, la mitología, la alquímica memoria (véase Blanco 2001), la peripatética, la patafísica, la astronomía y la retórica, invariablemente salpicadas de extranjerismos y referidas a topoi y tópicos del paraíso perdido: casas de aire y de agua y sus moradores, fijos en ciertos instantes entrañables; o bien a una sarta de habitaciones lejanas repartidas por el globo, sedes de trabajo y trasiego a ritmo de perpetuum mobile. Algún lector podría tildarlo de pedante o pretencioso, pero ese exceso textual, esa constante floración (dehiscencia, dije entonces) es el precio de poder saciar mínimamente el hambre de que habló el Apátrida, esa extraña pobreza. Quizá también, y con deliberación, sea un intento un poco terrorista de competir con el frecuente hermetismo en el uso habanero del idioma español, cuya más pura expresión se sitúa, al parecer, en los «barrios calientes» o los solares de la capital en que se fragua toda clase de intercambios clandestinos o abiertos, o entre los Exislados que «en Miami, Madrid o Roma duerme[n] con el Malecón bajo la almohada» (García 2011: en línea). Y ese hermetismo está presente asimismo, por lo que dice el poeta José Kozer (aunque en otra vena, digamos más templada o, para no caer en malentendidos, más tibia, aunque tampoco), en la última poesía neobarroca, donde «el centro desaparece, la transparencia de expresión se difumina y da paso a una cierta oscuridad cercana al misterio original y a la posible hecatombe histórica a la que parecemos abocados» (Kozer 2015: 305-306). Todo ello –hermetismo rumboso u oscuridad barroca– en las antípodas, claro está, de la densa opacidad de la lengua de trapo (o de madera: langue de bois), esa que se ha desplegado con cuidado cinismo en el (doble) discurso oficial de Déspotas y algunos supuestos Ilustrados y Letrados por igual.
Flashback. 2015. 14 de agosto. Escribo estas líneas en medio de otras líneas que también requieren mi tiempo, teniendo por fuerza que pasar de estas a aquellas, aunque, por un enigmático azar, todas las que me ocupan terminan guardando siempre alguna relación entre sí, con la consiguiente proliferación de rizomas a veces incontrolables. Por ejemplo, escribo en medio (literalmente) de unas líneas de Kozer sobre el estado actual de la poesía latinoamericana y de otras de Charles Bernstein sobre el estado actual de la poesía norteamericana y en medio de mi propia vivencia del estado actual de la poesía a secas (tratando de hacerla). Dice Kozer que la antigua metonimia del neobarroco ha sido reemplazada ahora por el anacoluto, que supone «un continuo deslizarse», un «abarcar desplazando», una «descentralización» (2015: 305-306). Pienso, con todo, que Lezama con su vivencia oblicua y Sarduy con su elipse kepleriana de doble centro no están muy lejos de todas estas «novedades». Más importante aun, me pregunto si, por vía de la cadena metafórica, ello nos podría dar la clave para entender el significado recóndito de lo que está aconteciendo en estos mismos momentos en La Habana cuando se iza nuevamente la bandera estadounidense frente al Malecón después de 54 años de interdicción, inaugurando un período de relaciones no tanto peligrosas (cabe esperar) como imprevisibles.
Pero volviendo al tema de la lengua, la clara de Cervantes y esa otra turbia, gangosa, y volviendo al tema de la proliferación y la pobreza–causa y efecto de las más variadas devoraciones–, creo recordar que nuestro (quiero decir de Cuba, de la Cuba de todos) más connotado exégeta de la poesía del período republicano con su obra Lo cubano en la poesía, el Ilustrado Cintio Vitier, echaba mano, durante el período especial, de la noción lezamiana de «pobreza irradiante», para de alguna manera escamotear la penuria ambiental, interpretándola a modo de oxímoron como una libertad «ondeante como el viento que la agita y sujeta […] por los principios al asta clavada en la necesidad», es decir, una libertad inmovilizada en su mismo despuntar, cuyo objetivo sería «sufrir y resolver» estoicamente las necesidades. Esto es: callar y padecer la «fatalidad» […] sublimándola en la creación artística y poética supeditadas a dicha meta (en Díaz Infante 2009: 183). Extraña –y elitista– interpretación, que hacía abstracción de la población hambreada, y curiosamente exenta de la solidaridad esperada del Hombre Nuevo y, para colmo, cristiano. Pues ¿dónde hallarían esa sublimación el pobre de la calle o el campo o, incluso, el artista cesante o el poeta cesado? Con una mezcla de teleología martiana, obediencia jesuítica y mística revolucionaria tardía volcada a la causa final de la lucha antimperialista, Vitier echaba mano de la «razón poética» lezamiana como argumento supremo en defensa de su cruzada acomodaticia. Al instrumentar como razón de Estado aquella noción (paradisíaca), parecía esconder, al fragor de su trayectoria personal –religiosa, intelectual y política–, dos (antiguos) pánicos que en el fondo eran uno y el mismo: la angustiosa perspectiva de un exilio forzoso, con terribles consecuencias para la estabilidad y el patrimonio familiares y, de paso, el temido derrumbe de su autoridad literaria apuntalada en la doxa de Lo cubano en la poesía y la estela conservadora de Orígenes.
Flashback. 1961: México, Vitier escribe a Eugenio Florit, quien le gestiona en Nueva York una eventual pasantía docente en Columbia University:
“He sabido por varios conductos y he llegado al absoluto convencimiento de que, si hago efectiva mi aceptación, el retorno a Cuba es imposible mientras dure el régimen actual –y no hay elementos de juicio para suponer un rápido y decoroso fin de la tragedia cubana. Esto significaría desgarrar a parte de mi familia de su país por un tiempo indefinido, que bien podría ser toda la vida, a más de arriesgar a mi madre a perder lo poco que le queda, incluyendo la biblioteca de mi padre. Sé que miles de cubanos han aceptado este destino; yo no puedo resignarme a él, aunque la otra alternativa, se lo aseguro, no es menos terrible». (en Hernández Busto 2007: en línea)
La ulterior postura de Cintio Vitier es doblemente paradójica si se recuerda que él también fue víctima del ostracismo desplegado a partir del quinquenio gris contra todo «desviacionismo», incluido, entre otros, el de practicar una religión. ¿Cómo pasó, tras ser despojado de su cargo académico y relegado a tareas menores, a avalar a un gobierno que se había vuelto totalitario y represor, al que llegó a representar oficialmente como diputado y máximo ideólogo cultural? El pasado año, al cumplirse un lustro de su fallecimiento, el poeta matancero Roberto Méndez le dedicó una semblanza (2014) –amable pero sin tapujos, justa– que he leído recientemente (y que me trae a la memoria la igualmente ecuánime «meditación fúnebre» que en 2009 le escribiera Ernesto Hernández Busto desde Barcelona) con la mezcla de tristeza y rabia que me embarga cuando pienso en lo que ha venido a ser el luminoso destino de Cuba vislumbrado en 1959 y la decepcionante evolución de quien consideré, a la distancia, un maestro.
Flashback. 1979, Nueva York, Riverside Church (y no Columbia University), 3 y 4 noviembre. Conferencia organizada por el pro-castrista Center for Cuban Studies reúne a estudiosos y partidarios de la Cuba revolucionaria. Con la delegación cubana integrada por miembros de la no tan obvia dupla de cultura (cine, poesía, crítica literaria) e inteligencia (agentes del ICAP, la DI, el DA, diplomáticos de la CMUN) aparecen (fuera de programa, pero se corre la voz) Cintio Vitier y Fina García Marruz, ya entrando o entrados en razón (instrumental). Yo, en esa época, estoy de lleno en la solidaridad con Chile contra la dictadura militar de Augusto Pinochet (lo que automáticamente me vincula a Cuba por la izquierda), aunque en posición cada vez más crítica respecto de la Revolución cubana. Sin embargo, soy Apátrida y por fuerza potencialmente sospechosa tanto para el lado chileno como para el cubano, tal como lo fui en el París del 68 para el cónsul que entonces me negó la entrada a la Isla («por gusana») cuando quise volver a verla con ojos de joven intelectual idealista, así como para algún burguesito latinoamericano con ínfulas de guerrillero que solía pasearse por St.-Germain-des-Prés. No obstante, sin convocatoria o contacto, me «cuelo» en la conferencia (que es pública, sólo que medio secreta: para iniciados, se entiende); quiero acercarme a los Vitier, decirles que ante todo soy cubana, como ellos, saber de Sergio, su hijo mayor, compañero de colegio en el Instituto Edison (el legítimo, no el «pre» que luego vino a usurpar sus locales y su nombre). Lo hago con temor (al rechazo) y vergüenza (sí, vergüenza: de mi pecado original, de mi identidad mutilada, de padecer el síndrome kafkiano de bicho, verme, alimaña, Ungeziefer). Les entrego una carta en la que explico, etcétera. De la que luego se acordarán en Guadalajara.
Cuando en el período especial estuve en la Isla experimenté algo cercano a la auténtica «pobreza irradiante» en los lugares más alejados del poder, como la azotea de Reina María Rodríguez, donde se vivía la poesía y se bebía té negro; o en el taller renacentista de las Ediciones Vigía en Matanzas, junto al río San Juan, digno del miglior fabbro; o en el oscuro apartamento del arquitecto Armando Bilbao, enigmático amigo de Lezama, que recibió los mocasines americanos de mi hijo como un tesoro egipcio a ser llevado a la tumba; o en la casa etérea de Cleva Solís y su voz delgada disculpándose por pedir jabón. En todos estos casos, y en incontables otros de la Cuba profunda, lo irradiante era la luz interior, no la intensa penuria que saltaba a la vista en la mayoría de los hogares, tocados o no por el rayo de la alta poesía. Y en aquella situación de carencia, hay que decirlo, uno de los mayores objetos de deseo, de devoración, era el libro, y uno de los mayores actos de oculta disidencia, la lectura.
Por un lado, esto decía bastante sobre la continuación de una tradición editorial (sujeta, eso sí, a la censura y, según los altos y bajos de la política y las alianzas estratégicas, a limitaciones económicas como la falta de papel, tinta, grapas, presillas y otros materiales sine qua non); asimismo, destacaba la urgencia de procurarse los textos de las corrientes teóricas y literarias de vanguardia (así como las películas y la música), en particular todo lo que estuviera prohibido o mal visto por el régimen. El Apátrida, ironizando como es su estilo, dice que los intelectuales de la Isla se leen todos los libros que no hay, mientras que los de fuera se compran todos los libros habidos y por haber y no terminan de leer ninguno.
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Mi sed de libros era igual de grande. Recorría casi diariamente las no muy numerosas librerías de El Vedado y compraba casi todo lo que se ofrecía. Así fui complementando con ediciones «nacionales» mi ya envidiable biblioteca cubana armada en el exilio y codiciada tanto por Ilustrados de Cuba que luego visitaban mi casa en Viena como por los que venían de otros lugares. Adquirí, a menudo duplicando títulos y autores, todo Martí, los autores del Grupo Orígenes, que estaban a la orden del día, gracias al Coloquio del Cincuentenario en 1994: Lezama y Eliseo Diego, Vitier, García Marruz, Gaztelu, Octavio Smith, Cleva Solís, Alberto Baeza Flores, José Rodríguez Feo (en particular su correspondencia con Lezama) y hasta algo de Virgilio Piñera, cuyo teatro empezaba a salir tímidamente de la nebulosa durante ese decenio. Con el Cincuentenario de Ciclón en 1996, que también fue objeto de un coloquio internacional al que asistí, aparecieron algunos textos de y sobre Sarduy, el cual comenzaba a ser «recuperado». En ese año, por primera vez desde 1959, se dictó en la Universidad de La Habana una conferencia sobre la obra poética de Gastón Baquero, que estaba en un aun más lento proceso de rehabilitación. Toda esa devoradora bibliomanía cubana, que existía entonces en ambas orillas del Estrecho y del otro lado del Atlántico es, como se habrá visto, materia de largas disquisiciones en el ensayo de marras que abre este libro.
En un registro paralelo y lejos de todo misticismo, la expresión «pobreza irradiante», junto con semejante afición lectora, me recuerda nuestros primeros años de exilio en Nueva York, cuando en varios grupúsculos familiares vivíamos una apretada e íntima solidaridad, en pobreza sólo relativa pero genuinamente irradiante, en sendos apartamentos de un pequeño hotel «de residentes» del Upper West Side a la altura de Broadway y la 95, barrio en ese tiempo aún no alcanzado por la renovación urbanística (léase especulación inmobiliaria y paulatina marginación de sus habitantes de larga data e inmigrantes más recientes) y poblado entonces principalmente por afroamericanos y «latinos»: en su mayoría puertorriqueños, dominicanos y, de repente, nosotros. Allí recuerdo haberme leído de un tirón en una especie de trance El idiota y muchos otros clásicos incluidos en el curriculum del bachillerato que no alcancé a terminar en mi colegio habanero, tumbada en la cama de mis padres mientras veía a mi mamá, doctora en filosofía y letras, cocinar para toda esa familia ampliada después de volver de su trabajo de oficinista en una compañía de seguros. Cuando llegaba mi papá del suyo, ponía ópera en la radio Grundig de onda larga y corta, muy parecida a la que había en la casa de La Habana. Yo tenía 13 años y leía El idiota con Otelo o Tosca de música de fondo. Por esa época empecé a aprender francés. Mi hermana y yo dormíamos en la sala. La privacidad del cuarto propio no me era dada entonces en el menú casero pero sí la lectura, aprovechando el sueño de la pequeña, hasta altas horas de la noche.
Flashback. 1959. Casa fresca, losetas decimonónicas (hoy «baldosas hidráulicas», omnipresentes en las revistas de decoración): su tacto, sus volutas y floripondios siempre en la memoria. Los portales. Familia (y agua) por todos lados, otras casas con sus protocolos, sus olores particulares, sus trozos de cielo. Azoteas. En alguna parte leí: la influencia familiar de lo tropical. Eso era. Y también, la influencia tropical en lo familiar: un cierto ritmo, un tono, una gestualidad. Sudor salado. Adoración de las playas, la arena candente, el agua de mar diamantina y tibia. El Túnel de La Habana, que me llevaba hasta allí (mito urbano: «por el Túnel se maneja rápido» decían mi papá y todos los choferes locales, contra cualquier código de la ruta del mundo real, léase continental). La bicicleta y yo: peligro público. Largas calzadas, lomas. Isla: ¿cómo era vivir en una isla? Trato de pensarlo ahora. Entonces nunca: se vivía. El espacio parecía infinito. Sin claustrofobia, por mucho que dijera el neurótico de Virgilio. Sin agorafobia: con aguaceros. Mis calles. Mi colegio amado sobre la colina. Tantas caras, muchas idas ya. Sergio, Victorino, Horacio: frustrados rivales por el primer puesto, novios potenciales (ninguno fue). Voces, campanas. El padre, artífice de la partida: cómo calibrar su impacto en la piel, en la planta de los pies, en la retina. Imposible imaginar un futuro: libro en blanco. Tampoco se pensaba aquello, era impensable. Se vivió, lo vivimos, era (habrá sido) el fin.
Por un azar concurrente, en ese trajinado año de 1994 se produjo otro encuentro, que visto retrospectivamente resulta premonitorio, entre el Apátrida y el que encarnaría al Famélico proverbial de aquel primer ensayo, el joven y ya descollante escritor Antonio José Ponte. Fue en el Coloquio Internacional Cincuentenario de Orígenes, organizado como parte de la «operación rescate» por la que se intentaba «recuperar» a escritores como Lezama y Sarduy, entre otras víctimas del endurecimiento de la política cultural iniciado en 1968. Resucitando los valores tradicionales de identidad y patrimonio nacionales (frente a la necesidad de suplir el deterioro material), el entonces Presidente de la UNEAC, Abel Prieto, declaraba la intención oficial de «independizar la posición política del individuo de los valores de su obra y de sus aportes culturales» puesto que la Revolución había alcanzado la madurez necesaria para esa recuperación (Díaz Infante 2009: 169), madurez bastante cuestionable a la luz de la crisis en que repentinamente se vio sumido el país tras el colapso del campo socialista. En tales circunstancias, se estimó conveniente abrir algunas ventanas para airear el ambiente: entre otras cosas, se anunció en 1994 la primera conferencia «La nación y la emigración», con participación de la recién bautizada «comunidad cubana en el exterior». Doy fe de que al menos el consulado cubano en Viena cumplió su cometido de darle amplia difusión porque a todos allí nos llegó la convocatoria de marras. No asistí, por supuesto, considerando que, a diferencia de los coloquios literarios que se organizaron durante el período especial, en que «los (pocos) de afuera» participaban sin compromiso ideológico alguno, esas conferencias eran la típica maniobra oficialista con fines políticos.
Por otra parte, en La Gaceta de Cuba empezaron a aparecer tímidas reseñas de unos pocos autores del exilio, firmadas por Ambrosio Fornet. Ello indicaba un incipiente deshielo de las relaciones entre esos dos bloques eufemísticamente denominados «la nación» y «la emigración»; con todo, se mantenía una actitud reservada frente a los exiliados, que seguían siendo percibidos en el mejor de los casos como no revolucionarios. ¿Cómo llegué al Cincuentenario de Orígenes? Durante mi primer viaje a Cuba en 1990, en misión como traductora de las Naciones Unidas, sólo alcancé a hacer un rápido reconocimiento de mis antiguos lares. Tomé muchas fotos, pocas notas. La palabra estaba como ahogada ante la catarata visual, el chorro afectivo: ya iría emergiendo de a poco, entrecortada, más tarde. Cuando en 1993 participé en un simposio de poesía en la Feria del Libro de Guadalajara, me topé con la delegación cubana y al conocer mi interés por Orígenes Vitier me propuso participar, el año siguiente, en el coloquio que se estaba preparando. Recibiría, dijo, una «invitación» por escrito. Así fue y llevé una ponencia muy documentada y exhaustiva –nada política, por cierto– sobre «La literatura francesa en Orígenes», que leí en la sesión inaugural. No sé quiénes estaban más atónitos de mi presencia allí, los cubanos o yo.
(en Devoraciones. Ensayos de Período especial, Almenara, 2016)